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El devenir de una profesión tan apasionante como la de periodista te lleva a veces a los territorios más desconocidos y a conocer historias y personajes singulares.

El devenir de una profesión tan apasionante como la de periodista te lleva a veces a los territorios más desconocidos y a conocer historias y personajes singulares. Ese es el leitmotiv que hace que cada día, desde hace casi dos décadas, me levante con idéntica ilusión para encarar la empinada cuesta laboral.

Aunque nuestro gremio ande en horas bajas y las maratonianas jornadas de trabajo a veces te lleven a reflexionar si merece o no la pena tanto sacrificio, lo cierto es que contamos con ciertos privilegios que para sí quisieran otros trabajadores. Y no estoy hablando de prerrogativas económicas, que ya me gustarían, sino de una suerte de fortuna moral por todo lo que de aprendizaje conlleva.

El periodismo es esa escuela de calle que te socializa, te hace empatizar con las gentes y con sus almas; que te lleva a oír a quien no tiene voz y que a la vez te convierte en altavoz de las cuestiones más peregrinas. Como decía, en esa carrera diaria esta semana me he reencontrado con el Jerez rural; ese gran abandonado por muchos que está tan presente en mis genes que a veces me da miedo.

Lo reconozco, soy una enamorada de lo rural, de las barriadas rurales. De esos asentamientos diseminados que forman parte de mi intrahistoria y la de mi familia, descendientes de aquellos primitivos colonos que habitaban las chozas y vivían de los frutos de la tierra con humildad e infinita generosidad pese a la penuria de aquellos tiempos.

En concreto, en Cuartillos de la Paz aún reside la saga de una casta irrepetible donde me reconozco como persona. Sus valores de entonces son los que intento aplicar también en mi vida, herederos como son de una eterna sabiduría y de un equilibrio personal ya perdidos por los seres urbanos; y que aún así intento transmitir a quienes me rodean.

Cierta nostalgia me impregna cuando estos días he vuelto a traer a mi memoria despertares madrugadores, atardeceres paradisíacos y nocturnidades en silencio donde las estrellas sólo compiten entre sí mismas. La belleza de lo rural es el encuentro de los seres humanos con su hábitat, con la Madre Tierra contra la que algunos se ceban en un intento estúpido de autodestrucción. Es la vuelta al encuentro con uno mismo y con lo que de nobleza aún  conservamos. Gentes sencillas, gentes solidarias, gentes hornadas… en suma que presumen de tradiciones frente a vanguardias arrogantes. Esa es la casta a la que quiero pertenecer hoy y siempre. Por eso te invito a pasear por sus senderos naturales, por sus zonas verdes, por su orografía envidiable. Ruralízate si puedes, yo ya lo he hecho.

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