Juan Carlos I ha publicado sus memorias en Francia —no en España, el país al que dice amar—, desde ese exilio dorado donde los viejos monarcas van a reinventarse. Las ha titulado Réconciliation, una palabra que en su boca suena a petición de perdón sin rendición de cuentas, a confesión sin culpa.
No es un libro de memoria: es un acto de limpieza simbólica. El intento desesperado de un hombre que no soporta haber dejado de ser el centro del relato. Pero en esas páginas, más que la historia de un reinado, se despliega la anatomía de una mentalidad: la del patriarca que se cree víctima del deseo, del amor y de las mujeres que lo rodean.
En Réconciliation, el rey no escribe para entenderse, sino para justificarse. La reina Sofía aparece no como sujeto sino como función: la que aguanta, la que sostiene, la que perdona. Corinna, “la debilidad”, la culpable de su caída pública, la mujer fatal que lo arrastró al escándalo. Letizia, la moderna, la incómoda, la que amenaza el viejo orden porque no se somete.
Las mujeres en su libro no son personas, son instrumentos: la buena (Sofía), la mala (Corinna), la sospechosa (Letizia). Es la gramática del patriarcado clásico: las mujeres como causa o consecuencia del hombre, nunca como sujetos con historia. Así se confiesa un rey que sigue creyendo que el mundo órbita su virilidad.
El rey putero —porque así lo llama ya el pueblo, sin eufemismos— no es solo un hombre infiel: es el síntoma perfecto de un orden. Su cuerpo fue Estado. Su deseo, política. Su virilidad, propaganda. Cazó, mintió, cobró comisiones, escondió dinero y fue aplaudido como “campechano”. Mientras tanto, las mujeres que lo acompañaron cargan el peso del relato moral: una es la santa, otra la pecadora, otra la ambiciosa.
Su caída no es sentimental ni moral, es estructural. Es el derrumbe visible de un modelo: el del varón intocable que confunde el país con su casa y el poder con su derecho natural. Pero el patriarcado nunca se jubila, se actualiza.
Felipe VI, el hijo, es la versión depurada del mismo poder. La monarquía ha aprendido a hablar de transparencia y de modernidad, pero su principio sigue siendo el mismo: nadie lo eligió. El padre abdica para salvar la institución, no por convicción democrática. El hijo asume el trono como un trámite de continuidad.
Juan Carlos se queja de que lo llamen “emérito”. Claro: “emérito” significa “ex”, y él no soporta dejar de ser. Pero para la ciudadanía republicana, esa palabra es un retrato exacto: un rey que ya no reina, pero sigue cobrando respeto institucional. Un símbolo del poder que se resiste a morir.
El libro es, en el fondo, un ejercicio de autodefensa: una memoria escrita para desplazar la culpa. Habla como quien quiere morir limpio, pero todo en su discurso está manchado por la impunidad. Solo un hombre acostumbrado a no rendir cuentas puede escribir un libro donde las mujeres son responsables de su ruina y el sistema que lo protegió desaparece de escena. Su Réconciliation no es con España ni con Sofía ni con Corinna: es con su propio espejo.
Las memorias de Juan Carlos I son la biografía de un orden en extinción. La monarquía —esa maquinaria perfecta del patriarcado— no se sostiene en la sangre azul, sino en la obediencia cultural: una sociedad que acepta reyes acepta jerarquías. Y el patriarcado no muere mientras el trono exista.
El viejo rey quiso reinar sobre un país que aprendió a votar, pero nunca quiso que ese voto lo alcanzara. Y ahora, viejo y apartado, describe cómo gobernó: con la certeza de que la culpa puede colocarse en cuerpo ajeno. Felipe VI reina en su nombre, como un eco más sobrio del mismo mito. Pero la herencia está rota: el pueblo no necesita reyes, y las mujeres ya no aceptamos ser su coartada moral.
La monarquía es la pedagogía más antigua del sometimiento. Y aunque Juan Carlos se vista de arrepentido y Felipe de moderno, siguen representando lo mismo: el rostro doble del poder masculino. La historia, la nuestra —la republicana, la feminista, la del pueblo—, los recordará no como héroes ni mártires, sino como los últimos patriarcas que creyeron que podían escribir su absolución.



