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Hace muchos años la gente se moría en su propia casa, rodeados de familiares y amigos. 

Hace muchos años la gente se moría en su propia casa, rodeados de familiares y amigos. No era como en estos tiempos, que la mayoría de las personas fallecen en la cama de un hospital y seguidamente son trasladadas al tanatorio de turno.

Antes, a los difuntos se les solía velar durante 24 horas en su hogar. Se les colocaba sobre la cama con un traje de riguroso negro o con el hábito de alguna orden religiosa. Si eran niños iban de blanco impoluto, rodeados de velas, estampas religiosas, escapularios, etc. La casa se llenaba entonces de familiares y amistades del finado, siendo costumbre la separación entre hombres y mujeres y por supuesto, el ineludible recogimiento de la familia, solamente arropada por los más íntimos. Durante el velatorio se solía tomar algún tipo de tentempié, como por ejemplo, dulces típicos y anís.

Algo que muchos no saben, es que desde mediados del siglo XIX hasta los años 70 del siglo XX, fotografiar a los muertos era una parte más del rito funerario, quizá como un culto contra el olvido, manteniendo vivos en la memoria a los seres que se habían marchado para siempre. Pero también cumplía con otras funciones más terrenales, como demostrar el fallecimiento, justificar los gastos del sepelio, etc.

Los retratos mortuorios podían clasificarse en tres categorías, según la manera en que se retrataba al interfecto; Simulando vida: Con los ojos abiertos y posando como si se tratara de una fotografía de lo más común, y por lo general, junto con sus familiares.

Simulando estar dormido: Normalmente se realizaba con los niños, como si estuvieran descansando en un apacible sueño.

Sin simulación: Se les retrataba sobre su lecho de muerte o incluso en el ataúd, con toda su crudeza.

Hoy en día, todas estas imágenes post morten pueden resultar macabras y de mal gusto, pero no hace tanto tiempo se podían ver colgadas de las paredes como cualquier foto familiar más, o guardada en un álbum de fotos. Lo cierto es que nuestros antepasados tenían una relación mucho más natural con la muerte, la mortandad era mucho más elevada, sobre todo en niños.

Hubo muchos fotógrafos —sobretodo gallegos— que hicieron series fotográficas muy notables sobre este género, Ramón Godás, José Moreira, Joaquín Pintos, Ramón Caamaño, Virgilio Viéitez, etc. Sus retratos constituyen hoy un tesoro antropológico importantísimo.

Actualmente, en ciertas zonas rurales de países en vías de desarrollo, aún se conserva la tradición de retratar a los seres queridos fallecidos. En el País Vasco, según he tenido constancia, existe un hospital en el cual se está aplicando una terapia consistente en tomar una fotografía post mortem para los padres que pierden a su bebé, con el fin de asimilar la muerte del hijo.

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