No eran todavía las cinco de la mañana cuando los vio aparecer, sobre el perpetuo rayo cobalto que parte el cielo y el mar, en una tambaleante barcaza llena de gritos; alaridos que rompían la noche y asustaban a los pocos peces que se atrevían a entrar en la esquiva cala; una pequeña caleta plagada de rocas vivientes, olvidada por los moradores de los pueblos cercanos y maldecida por aquellos que habían perdido una vida en sus peligrosas corrientes.
No era la primera vez que había oído hablar de aquellas incursiones de derrotados pero sí la primera ocasión que asistía, como Dios impotente y a sus quince años, a uno de esos desembarcos de final infeliz donde muchos de los tristes bárbaros, siempre llegados del otro mundo, terminaban pagando su urgencia con su existencia.
Debería haber hecho caso a su madre y no haber salido a mariscar durante esa noche que barruntaba calma y escondía socorro..., desde siempre se había dicho en su pueblo salado que el mar se mueve sólo para que no lo olviden; un mar que esa madrugada y mientras tenía clavados los pies en el lodo -minutos antes de aquella inesperada tragedia- se le antojó un buen sitio para vivir e incluso morir...
Pero los oscuros bultos, no más de diez, que se agitaban sobre la sombra chinesca en la que se había convertido el bote no podían permitirse siquiera pensar más allá de aquellos decisivos segundos en los que se decidía la fortuna; no había lugar para pasados ni futuros si no querían terminar ahogados, todos, a tan sólo cincuenta metros de la tierra prometida que le apalabraron a base de falsos juramentos...
No eran las cinco de la mañana de un nuevo día cuando Tâleb deseó estar lejos de allí..., a kilómetros y kilómetros de aquella playa donde sólo los pobres y los desesperados se atrevían a empezar una nueva existencia; lejos de Oued El Marsa y aquella caleta con forma de luna que muere perennemente; a años de distancia de aquellos alienígenas de continentes cercanos -y sus vagas esperanzas- que lo mantenían hipnotizado y atrapado entre la costa y la vieja carretera de un solo carril que los europeos construyeron justo antes de que tuvieran que abandonar aquellos campos de serpientes y espinas donde él, décadas más tarde, se vería nacer.
Así se mantuvo, agazapado y paralizado por aquel naufragio de final conocido, hasta que los títeres sin cuerdas y acento español de miles de pueblos fueron apagándose lentamente bajo la siniestra colina levantada en un segundo con olas de hojalata...
Luego, con el silencio, Tâleb salió corriendo y no se detuvo hasta que se hizo de día.
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