El pasado viernes dediqué mi columna, Felicidad, qué bonito nombre tienes, a dos grandes palabras: felicidad y libertad. Un asunto complejo y largo para dirimirlo en unos pocos párrafos, pensé días después, y un atrevimiento por mi parte aventurarme en semejante bosque. Leído de nuevo, creo que quizá pecara de espeso. Cuando escuché, unos días después, las palabras del presidente del Partido Popular, me convencí totalmente de que las cosas se pueden decir con menos palabras.
En realidad, envidié la simpleza de Alberto Núñez Feijóo tanto como su efectividad comunicativa, aunque el mensaje me llenara de terror. Por si no lo recuerdan, Feijóo compartió una revelación: “Europa ha despertado. Ha salido de la cárcel ideológica de una izquierda que le vendía que era bueno empobrecerse y que era buena la democracia más que la prosperidad”. No hacían falta tantos símiles. Unas deshilachadas palabras y una sintaxis dudosa eran suficientes para admitir que hay gobiernos, y aspirantes a gobernar, que pretenden darnos gato por liebre.
El truco de estos está en crear confusión entre las palabras y los deseos: la prosperidad por encima de todo, y todo es absolutamente todo, incluso la democracia. Compra y no dejes de comprar. Trabaja, compra, pues antes muerto que pobre. La prosperidad de la que hablan tiene un precio, tú me das tu libertad, que tiene forma de democracia, y yo te doy cosas. Después de firmado el trato, hablamos más detenidamente de lo que entendemos por prosperidad. Claro, que quizá Feijóo aquel día habría dado cualquier cosa por controlar su subconsciente, y haber sido más complejo, más críptico, pues tanta claridad pudiera poner en peligro sus oscuros propósitos.
Los pasos para robar un país, es decir, aniquilar una democracia y establecer un estado fascista, es conocida. Primero, se crea una situación ficticia de peligro en las calles, en tu casa, en tu trabajo, con tu familia, amplificando los problemas reales e inventando nuevos. Segundo, pero casi a la par, generan necesidades de protección hasta tal punto que la seguridad individual se vuelve esencial y la palabra libertad va perdiendo contenido, se diluye entre otras palabras. Una vez que entras en su trampa, zas, te cortan la cabeza.
¿Cómo picamos una y otra vez el anzuelo? Será porque de niños no atendimos bien cuando nos advertían con aquel cuento de dos pequeños abandonados en el bosque por unos padres atosigados por la pobreza. Se llamaban Hansel y Gretel, que muertos de miedo, en peligro, se encontraron ante una casa construida de golosinas. Solo tenían que entrar… la bruja solo se los quería comer… Ellos perderían su libertad, pero a cambio de una prometida prosperidad en chuches que, a los 5 años, todos sabríamos ya que era mentira.



