El exdiputado de Unidas Podemos, Alberto Rodríguez. Su protesta se ha vuelto crimen.
El exdiputado de Unidas Podemos, Alberto Rodríguez. Su protesta se ha vuelto crimen.

El derecho a protestar es un derecho político fundamental, y es constitucional. Los derechos a la libre expresión, de manifestación, a la huelga reconocen de forma inequívoca que la protesta es un derecho político y social. Es más, la Constitución de 1978 no sería tal sin que esos derechos a protestar no estuvieran protegidos. Es por ello que intranquiliza el empeño constante por criminalizar la protesta, dado que esa criminalización ataca los principios democráticos y ablanda la garantía de protección de los Derechos Humanos. En definitiva, cualquier derecho está asociado al derecho a protestar.

Lucía Lijtmaer explica en su ensayo, Ofendiditos. Sobre la criminalización de la protesta, como la criminalización se va levantando como si se tratara de un edificio hasta que, como sin darnos cuenta, nos vemos ante el hecho de que protestar está mal visto y es inmoral, porque es demasiado moralista, como si estuviera claro de qué moral estamos hablando, para que las élites dedicadas a publicar periódicos, libros, programas de radio, etc., vayan eliminando todo ese “neopuritanismo”, que no es otra cosa que lo que los propietarios de esos medios digan en cada momento qué es.

Si vamos en el tren y el viaje acumula dos horas y media de retraso no se le ocurra protestar. Primero, con el variable uso del lenguaje, se irá adaptando el retraso a las necesidades de apaciguamiento, y naturalmente la casualidad siempre puede salir en ayuda de la situación. El tren lleva ya retraso desde que salió doce minutos tarde de la estación de partida, retraso que se atribuye a no se sabe que pasajeros que llegaron retrasados. En el camino, el anuncio de que una persona anda merodeando por la vía. A partir de ese momento es interesante constatar que ya todo el retraso se anunciará por la megafonía atribuida a la persona de la vía, y que cuando los viajeros llaman por su móvil para anunciar sus retrasos hablarán de la famosa persona de la vía, a la que por cierto nadie ha visto.

Finalmente, la persona de la vía aportó al retraso total menos de la mitad del tiempo. Pero el día antes, primero fueron las obras en la vía, luego una señal encendida en el sistema electrónico del tren, después que el maquinista no había llegado, para terminar atribuyendo el retraso total de dos horas y media a la tormenta. De esta manera, el ferrocarril se sacude su responsabilidad por el estado de unas infraestructuras que no atendió durante décadas y que desde hace años producen constantes problemas. Pero, y lo más importante, esas razones para el retraso tratan de neutralizar la protesta, alejando de su responsabilidad por el retraso a quien la tiene, al menos en parte o en gran parte: el ferrocarril.

Cuando un viajero se acerca al jefe del tren, enfadado, el jefe le preguntará si su objetivo era llegar al destino o no, y ya están llegando. Si el viajero le responde que llegar al destino dentro del tiempo marcado, esto que ya es una protesta se combatirá atribuyendo al viajero agresividad, en lugar de enfado y justificado. Con la agresividad se puede ya pensar en el paso previo a la criminalización de una protesta. Así es como esta sociedad está dejando de ser democrática, mediante la estrategia de estigmatizar como criminal toda protesta. Esta extensión de una cultura contraria y enemiga de cualquier protesta, por incómoda, abona el terreno para que luego lleguen las condenas por protestar legítimamente.

Así tenemos que el proceso conocido como el procés, en realidad una protesta que gustará más o menos, pero protesta y como tal democrática, resulta calificada como sedición o, peor, como rebelión. Aquí se dio el paso siguiente al del ferrocarril. Con el retraso del tren el que protestaba era, por hacerlo, agresivo; en Barcelona, la protesta dejó de ser agresiva, en su calificación posterior, para ser violenta, aunque nadie vio ni las armas de los gobernantes que protestaban ni la violencia de los manifestantes. De esta manera, se escribió el cuento de lo que pasó, en el tren o en Barcelona, sin que el cuento fuera verdad, que ya se sabe que los cuentos, cuentos son.

En este contexto de convertir la realidad en una ficción, y que los cuentos sean la vida, en lugar de solo ser cuentos inventados, ficcionales, llega una decisión de la presidenta del Congreso de los Diputados con la que le retira el acta de diputado a Alberto Rodríguez, diputado canario por Unidas Podemos. Si hay algo intocable, en ese sentido sagrado, en una sociedad democrática es el Parlamento. Esa intocabilidad se practica gracias a que solo por decisión del Parlamento un diputado deja de serlo, y según normas muy estrictas. Aquí el cuento ha sido algo más complicado de seguir, casi como si fuera una saga antigua.

Al diputado se le juzga en única instancia en el Tribunal Supremo, algo muy criticado en toda Europa, y por la ONU, dado que toda persona tiene derecho a una segunda instancia. La valoración de las pruebas contra el diputado, durante el juicio, ha sido muy criticada por eminentes juristas. La condena, como explican también eminentes profesores del Derecho, no hacía ni posible ni necesaria la retirada del acta de diputado, salvo que el diputado se negara a pagar la multa establecida, esto es, a cumplir una sentencia sin unanimidad. El tribunal sentenciador pone, según muchos periódicos, bajo inmensa presión al Congreso. Los letrados del Congreso se pronuncian inequívocamente contra las pretensiones del Tribunal Supremo. La Mesa del Congreso vota mantener al diputado, pero la presidenta del Congreso realiza una consulta fuera de lugar al Supremo y termina por negar al diputado que lo siga siendo.

Todo empezó por una protesta, democrática, legítima, de la que surgió todo un cuento en el que, al final, pocos fueron felices o comieron perdices.

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