La espectacularización de la pobreza no genera justicia, genera hartazgo

De lo que no me cabe duda es de que el Pueblo Gitano necesita un horizonte más allá del asistencialismo, uno que apueste decididamente por la justicia social. Hablamos, ni más ni menos, de abolir el racismo estructural, esa bota que nos pisa el cuello

30 de julio de 2025 a las 17:24h
Imagen de la pobreza en Cádiz en una imagen de archivo.
Imagen de la pobreza en Cádiz en una imagen de archivo. MANU GARCÍA

Durante mis primeros años en la carrera de Trabajo Social, estudié —como tantos otros colegas— a autoras que marcaron el rumbo de nuestra profesión. Entre ellas destaca Mary Richmond (1861-1928), considerada la madre del Trabajo Social moderno. Esta pionera estadounidense logró convencer a la sociedad de su época de que no bastaba con la caridad ni la buena voluntad: hacía falta formación, análisis de casos, metodología… En definitiva, profesionalizar la atención social.

Más de un siglo después, tropezamos en los mismos errores, empujados por un sistema que continúa apostando por la tutorización de la pobreza. Voces como las de Estela Grassi o Federica Bonel no han dejado de señalar los peligros de unos modelos asistencialistas y paternalistas que, lejos de desaparecer, se han sofisticado. Hoy, bajo el dominio del neoliberalismo, el asistencialismo no solo sobrevive: se recicla, se publicita y se convierte en storytelling institucional. Mercancía emocional, a fin de cuentas.

Los modelos económicos neoliberales en los que navegamos —en aguas cada vez más turbias— han contribuido a perpetuar ese asistencialismo que no transforma, sino que administra miserias. Ese sistema no empodera: gestiona la pobreza como si fuera un recurso más. 

Y como en toda gestión, hay quienes siempre se quedan en el fondo. Como los posos de un agua estancada. Entre ellos seguimos estando los gitanos. No por méritos propios, sino por deméritos ajenos, por políticas erróneas, por programas inexactos. Que no se le olvide a nadie que ya en 2016, el Tribunal de Cuentas de Europa tuvo que llamar la atención a Andalucía por rechazar su adhesión a programas de mejora de las condiciones de vida de los gitanos y las gitanas.

Nuestros movimientos sociales siguen en primera línea, pero no son ellos quienes marcan el relato hegemónico. Las grandes plataformas —como sucede también con otros colectivos— continúan proyectando una imagen en la que los gitanos aparecemos como desprotegidos, como víctimas eternas, como pobres perpetuos. Sujetos que no luchan, sino que deben ser salvados.

A la par, no dejan de aparecer datos catastróficos sobre nuestras vidas. Pero más allá de airearlos, esos datos deberían servir para que las instituciones reflexionen: si tras más de 600 años seguimos en el vagón de cola del progreso humano, ¿qué se está haciendo mal? ¿No habría que replantear el modelo, cambiar de paradigma?

De lo que no me cabe duda es de que el Pueblo Gitano necesita un horizonte más allá del asistencialismo, uno que apueste decididamente por la justicia social. Hablamos, ni más ni menos, de abolir el racismo estructural, esa bota que nos pisa el cuello. Ese sería, sin duda, el mayor reconocimiento en este tiempo de aniversarios, medallas y tributos. Pero sin un replanteamiento profundo de las políticas sociales actuales, todo eso se queda en gesto vacío.

¿Cómo desmontar estereotipos si convertimos el fracaso universitario en eslogan?

Parece que no hemos aprendido nada en estos más de seiscientos años de estancia. Si seguimos comprando, compartiendo y asumiendo estereotipos trasnochados, ¿cómo desmontamos nuestros prejuicios? ¿Cómo construimos otros relatos?

Recuerdo perfectamente un día, en aquellos años universitarios, cuando un grupo de jóvenes gitanas vino a clase. Lanzaban mensajes claros, rompedores. Desmontaban mitos. Mostraban con orgullo lo que eran: jóvenes, gitanas, universitarias, feministas, empoderadas. Aquello me voló la mente, y no solo a mí: a toda la clase. Fue una lección de dignidad. Me recordaron que otra forma de narrarnos es posible: desde la afirmación, no desde la lástima.

Hoy, sin embargo, cuando veo ciertos eslóganes lacrimógenos disfrazados de campañas de impacto, lo que siento no es esperanza, sino desgaste. Porque el sistema neoliberal y su estructura paternalista han mutado de forma, pero no de fondo. Se mantiene la figura del salvador blanco, del ojo ajeno, de la mirada empañada por la superioridad moral. Y frente a eso, solo me queda el deseo de volver a aquella universidad de hace quince años, cuando no era parte de una supuesta y pírrica excepción, sino uno más entre una generación gitana sobradamente preparada.

La mercantilización de la vida ajena, de la vida gitana

Y si hoy una campaña celebra que una ayuda social ha “salvado” la vida de una mujer gitana, quizá la pregunta no debería ser si es emotiva o no, sino qué hemos hecho durante décadas para seguir aplaudiendo el asistencialismo como si fuera emancipación.

Por supuesto que toda ayuda es poca, y no quiero que se malinterpreten mis palabras. Nada más lejos de la realidad. Pero la mercantilización de la vida de quienes reciben una contraprestación, su exposición constante, su espectacularización disfrazada de buenismo, no es ética. Raya la soberbia de ese mercado de la compasión, que convierte el dolor ajeno en contenido emocional, mientras las aguas turbias de quienes nos siguen responsabilizando de todos los males nos señalan con el dedo.

Por eso, toca análisis y reflexión. Toca escuchar a quienes estamos abajo. Toca entender que, si el único horizonte que se nos ofrece es sobrevivir, eso no es una política social: es una rendición.

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