Cuando pasan los días señalaítos...

La lucha por la dignidad laboral de las buñueleras gitanas frente al Consistorio hispalense no es nueva

13 de mayo de 2025 a las 18:04h
Buñueleras gitanas en la Feria de Sevilla , 1903. Autor: Anónimo.
Buñueleras gitanas en la Feria de Sevilla , 1903. Autor: Anónimo.

En estos días, el Ayuntamiento de Sevilla está haciendo balance de esta edición de la Feria de 2025, calculando en unos tres millones las personas que se han dejado ver por el Real. Trajes, volantes, caballistas, caseteros, turistas y autóctonos… entre todos conformamos un micromundo —o una ciudad efímera— que rezuma alegría, y también trabajo. Y es que todo hay que decirlo: la Feria es, sin duda alguna, un pulmón para muchas familias; una bomba de oxígeno para los maltrechos bolsillos y un espaldarazo tras semanas de arduo esfuerzo.

La Feria es también un escaparate hacia el mundo: la ciudad obsequia su idiosincrasia, sus plantas, sus mejores galas y su historia. Detrás de cada mantón de Manila, de cada lunar, de cada traje, de las flores en el pelo… habita una herencia que hemos ido atesorando como parte de la memoria sensorial de nuestras ciudades. Las ferias, al fin y al cabo —más allá de influencers y celebridades— son patrimonio histórico, musical y sensorial de nuestros pueblos y ciudades.

A estas alturas podríamos decir que, de cierta manera, también constituyen una forma de resistencia cultural frente a la globalización, la homogeneización y a la expansión de un modo de vida inmediato, gris y turistificado.

Por eso debemos ser consecuentes con las microhistorias que habitan en cada feria y, más allá de ella, en cada ciudad. Este es el caso de las buñueleras gitanas, de quienes existen evidencias de su buen hacer desde finales del siglo XIX. Concretamente, en Sevilla, las casetas de los buñuelos son un punto de encuentro gastronómico, étnico, cultural y musical que estalla durante los días de Feria. Desde hace más de cincuenta años pueden encontrarse en la misma ubicación, con la misma dedicación y una profesionalidad fuera de toda duda, lo cual las ha llevado a crear empresas familiares alrededor de este manjar de anís, azúcar y su correspondiente taza de chocolate caliente como acompañante.

Sin lugar a dudas, las casetas de los buñuelos son una cita obligada en la Feria. No necesitamos que las influencers vengan a contárnoslo, porque aquí ya se sabía: son patrimonio de la Feria de Sevilla y bien merecen su reconocimiento. Son miles y miles de personas las que, cada año, y al amanecer de cada noche de Feria, se acercan para despedirse del Real mediante un manjar propio, hecho al instante en sus grandes peroles, que hierven para darle un toque de color moreno a la amanecida en el recinto ferial. Incluso la más alta élite de la sociedad se ha sentido atraída por el sabor de los buñuelos y por el compás de un fin de fiesta que, entre gitanos y no gitanos, mantiene viva una tradición musical nacida en el culmen de las antiguas ferias de ganado, germen de las actuales.

En lugar de reconocimiento, este año nos hemos encontrado con una hipervigilancia por parte de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado que, siguiendo las indicaciones de las ordenanzas municipales, asimilan el régimen de las casetas de buñuelos al de las atracciones —más conocidas como “cacharritos”— y, de esta manera, obligan a cerrarlas alrededor de las cinco o seis de la mañana.

“Furgones de municipales se han pasado toda la semana alertándonos de esta orden del Ayuntamiento, sin dejarnos ganarnos el pan en las horas de mayor afluencia de público”, aseguraba en vídeos difundidos en redes sociales M. Fernández, uno de los responsables de estas casetas históricas. Su régimen no es equiparado al del resto de casetas —públicas o privadas—, ni cuentan con una regulación específica adaptada a su horario de mayor volumen de ventas. La solución ha sido el cierre por orden municipal cuando mayor volumen de ventas pueden alcanzar por primera vez en cincuenta años.

Como decía antes, la Feria es un escaparate al mundo. Y también un pedazo viviente de la gitanidad que, aunque tantas veces se diluye, ni la Feria —ni Sevilla misma— pueden ocultar. Por eso este año uno de los mensajes que se ha querido lanzar desde la portada ha sido el homenaje al Pueblo Gitano en sus 600 años de presencia en la Península Ibérica, mediante la inclusión de la rueda gitana con los colores de la bandera romaní. Un símbolo que nos recuerda que la Feria no sería lo que es sin los gitanos y las gitanas. Sinceramente, nos dio consuelo verla allí, aunque no ocupase —qué vamos a querer los aludidos— un lugar central, sino un extremo, una esquina pequeña, una periferia más. 

Espero que, ahora que han pasado “los días señalaítos”, como canta Raimundo Amador, el Consistorio recapacite de cara al año que viene y vuelva a tener presente que, sin gitanas, la Feria no será igual. De nada servirán los homenajes a todo un pueblo si, al mismo tiempo, se le impide ganarse el pan mediante un trabajo que —como ya ocurriera con el traje más representativo— también se ha convertido en un reclamo cultural y patrimonial. Por el momento, no podemos más que confirmar que el mismo consistorio que nos homenajea, torpedea a un patrimonio histórico, gastronómico y cultural como son las buñueleras gitanas, comparadas mediante la documentación oficial con las atracciones. De nuevo, nuestra herencia, es diluida. 

La lucha por la dignidad laboral de las buñueleras gitanas frente al Consistorio hispalense no es nueva: ya en los años setenta les retiraron las licencias que les permitían trabajar en la Feria, impidiéndoles así ganarse el pan. Pero ellas, como parte característica e indomable de las rromjas, no se doblegaron. Se manifestaron hasta que sus proclamas fueron escuchadas, y volvieron a hacer historia por Sevilla y para Sevilla.

Porque, cuando pasan los días señalaítos, y por muchos gachositos… las gitanas seguirán en pie.

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