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Entre sus brazos, envuelta en un trozo limpio de tela, llevaba la olla de garbanzos; en un hato colgado del cuello, aquel niño de ojos cenizos cargaba también con la carne de un pollo matado con las certeras manos de aquellas mujeres -como eran las de su madre- que se sabían condenadas desde el final de la guerra a ser hombres a falta de buenos hombres.

Se encontraba a pocos metros. No podía verlos en aquella madrugada sin luna pero sí era capaz de adivinarlos en aquellas huellas humeantes que se habían quedado enredadas entre las raíces de los acebuches y algún que otro eucalipto extranjero. Los contrabandistas no debían de andar muy lejos.

Tenía prohibido llamarlos así, ni siquiera en sus peores sueños. Sólo tenía que limitarse a preguntar por Miguel, en caso de no verlo, y entregarle el potaje que había hecho su madre y que les reportaría el dinero suficiente para existir una semana más. Un guiso caliente a cambio de vida caliente.

Todo aquel ritual a la misma hora de siempre y bajo la primera noche sin luna de cada ciclo. Si alguna de las partes fallaba al encuentro... mala señal.

“¿Quién va?”. La pregunta, nacida de la nada, detuvo al niño cuando ya distinguía entre sombras de animales y hombres. “Te tienes que hacer oír si no quieres que te peguemos un tiro”. De aquel tono de voz, que habitaba entre la cercanía y el abismo, vislumbraba el niño que no podía nacer nada malo. Tal vez había miedo. Tal vez necesidad, pero tanta como la suya.

“¿Y Miguel?”. El pequeño -que no estaba hecho a poder preguntar- dejó caer aquellas palabras mientras buscaba de reojo, en las infernales bocas humeantes y anaranjadas que se prendían a pocos metros de donde se encontraba, al único contrabandista que conocía, aunque jamás -y de tener tiempo y voz- lo habría podido encontrar en aquel naufragio de caballos agitados, hombres con jorobas y fardos flotando.

“Miguel no puede ahora”. Aquel joven salido del fondo del arroyo seco, de montuno acento y sepultado por un abrigo al que le sobraban tres tallas agarró la olla y el bulto que el crío llevaba atado al cuello, invitando al niño con la mirada a que metiera la mano en uno de los bolsillos de su chaqueta.

El niño nunca se habría atrevido pero allí, en aquel roto donde asomaba un pañuelo blanco, debía de estar el dinero de su madre; no se lo pensó y con la agilidad de los pescadores se hizo con el trozo de tela. Sonaban gastadas las monedas.

Ya sólo quedaba volver tras las huellas de lo andado y no tropezar con nada ni nadie, menos aún con otras personas con demasiadas preguntas o demasiada hambre; maulló un adiós, pero no fue suficiente. Cuando ya se adentraba en la noche el joven bandolero de posguerra, sin que todavía yo haya conocido el porqué, le preguntó si fumaba. El niño no supo cómo hacer, ya que era la primera vez que alguien le hacía una pregunta; así que entregado al instinto se limitó a hacer un hueco de piel y carne con la cuenca de sus manos al tiempo que el muchacho de acentos viejos, dejando la comida en el suelo, comenzó a rebuscar su tabaco en los fondos de su abrigo.

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