Los anuncios de perfumes, el tiramisú, el Renacimiento, el dolce far niente, el jacuzzi, el panettone… y los helados. Efectivamente, los helados, como la mayoría de los inventos italianos, te conducen al placer. La culpa de la terrible afición en mis coordenadas es de mis padres y de la heladería Rayas de Sevilla. Fueron asiduas tarrinas de un litro de stracciatella o de nata con piñones en el congelador, como lo fueron las tarrinas pequeñas en las manos adolescentes mientras saltábamos sobre las raíces de los Ficus en la Plaza de San Pedro; luego, en Chipiona, los batidos de helado de leche merengada de la Ibense me excitaron los puntos hedónicos del cerebro durante varios veranos; y, ahora, en Algeciras, cuando yo soy el padre, acorralado estoy entre el Gulus y la Fiorenza.
Con los helados y el amor hay que tener cuidado porque combinados fomentan la natalidad. Hay por ahí un “paper” de esos que prueban cualquier cosa que afirma que en los barrios con heladería nacen más hijos. Haciendo números yo soy hijo de agosto y, no descarto por la querencia de mis antojos, de algún helado de avellana o chocolate con avellanas de por medio. A mi hija quise poner de nombre Stracciatella, pero no sé por qué la madre le puso Marta.
En fin, los helados son una expresión más de los tiempos. Hace unos años, no más de quince, los helados adoptaron tonos fluorescentes y nombres de fantasía. Eran tiempos efervescentes. Ahora les echan miel, toppings crujientes y los bautizan con nombres menos atrevidos. Pero da la impresión que damos muchas vueltas para llegar, por un lado o por otro, a lo mismo, es decir, a la nata, al chocolate y a un par de frutas. Yo creo que aún se arrastra un empeño edulcorante en nuestra sociedad que tapa otros sabores y que convendría corregir. Por eso, en un futuro próximo atisbo más helados sin azúcar, como los refrescos cero y los yogures bio. También habría que retomar aquella genialidad prematura de los helados salados. Y el resto, que sigan siendo dulces. Así, sin duda, estaremos mejor dispuestos para los tórridos tiempos que vienen.
Uno de los mejores viajes que he hecho fue a la Sicilia occidental (centro base en Alimena), en pleno agosto, con Juan y Ciccio. Una noche, en Trápani, Ciccio nos propuso, mientras paseábamos para hacer la digestión, una perversión italiana. Pide un limoncello y una tarrinita de helado de limón. Ahora vuélcale el licor al helado. Ma che cosa…



