1986. Plaza de Las Angustias
Parece que no ha llegado todavía el autobús que devolverá el niño a su barrio. Lo mismo quedan cinco minutos para que aparezca o una hora más si el tranvía acaba de irse. El humo del puesto de castaña, clavado en la esquina más sombría de la plaza, dificulta la labor de la madre y de su hijo para encontrar pistas en el aire. No se aprecia gasolina quemada en las ráfagas heladas de noviembre. Solo ceniza de castaña pilonga y la química que desprenden los rostros de los engachaos. Todas las señoras dicen que los muchachos no tienen culpa de nada, pero ninguna quiere acercarse a ellos. Pobrecitas sus madres entablan las sesentonas en la parada del bus. Cinco duros bastan para que las mujeres, con sus mandaos, vuelvan al centro de sus galaxias sin ascensor. Niño, ve con tu mare, no vaya a ser que uno te saque una jeringa y… La madre del niño mira con desconfianza al grupo sonriente de hienas alunaradas. Ella es de campo. Solo teme al rayo de la tormenta y al hombre del saco.
1993. Plaza de Las Angustias
Muere noviembre y estallan naranjas en la acera. Cuando sucede, cuando la fruta ya no puede seguir abrazada a su rama, regala sus pepitas de marfil a los gorriones y su jugo ácido a los zuritos de la plaza. Juan Manuel Durán, el piloto convertido en águila de metal, observa con sus ojos metálicos las explosiones agrias: ellas, como yo, han venío para volar. Pero nadie escucha al héroe oceánico. Todos acabamos siendo silencio de hueso y piedra. En cambio, al niño del autobús siete sí le llegan las palabras de los recién llegados. ¿Tu guitarra es de las buenas? La pregunta resuena en el cilindro trucado de la vespino que ha aparecido de la nada. El piloto, un niñato de barro, fuma lo que parece un porro. Su colega, moldeada su mirada por el odio y la necesidad, va aspirando la felicidad de los que se va encontrando en el camino. No. Mi guitarra es mala miente el niño aferrado a su funda nueva que revela nuevos sueños. El que conduce la moto sabe bien eso de engañar. Enséñanos tu guitarra le ordenan la caries y el sarro. Hijo, ven pacá. Ya llega el autobús. Una mujer, una de las tantas que se guardan del frío bajo los naranjos, también sabe mentir como los pecadores. Miente porque el niño de la guitarra no es su hijo..., pero como si lo fuera.
2006. Plaza de Las Angustias
El cielo lleva el mismo carmín que la joven en sus labios. El muchacho que la espera de pie, junto a la fuente, retiene en su sangre la misma ilusión que los pájaros cuando hacen sus nidos. Los siento enamorados. Él de ella y ella de la vida. Se entregan en un abrazo de otoño tan sincero que los peatones sortean a la pareja como si de un naranjo se tratara. Huelen a Égoïste de Mafalda y a dulce Kürto. Y el beso de Klimt se proyecta en las alas doradas del águila. Es lo que traen los últimos rayos de sol de Sanlúcar, desde que el sol es sol, en las calles de Jerez. Cuándo seremos libres derrama la boca de la muchacha sobre la lengua del guitarrista. Cuando tú quieras, responde él retirándose del milagro aunque percibo que estaría anclado en los labios de su novia una vida entera. La joven ha tenido que brotar de entre las hojas del libro de Las Maravillas. A él lo ha parido las páginas de su propio diario. Quiero que sea la mujer de mi vida pero… Me siento como una nube para ella. Me falta ella y me falto. No sé porqué pero son frases que están explotando ahora en el aire mientras os cuento la breve historia de los dos amantes. Como si Attila József quisiera anunciarme algo en las almas grises de las castañas muertas.



