Mediterráneo de Jean Marie Cluchier.
Mediterráneo de Jean Marie Cluchier.

Ahora tó es pá despué se podía leer en mi camiseta manchada de barro rojo. El techo de la Plateros, en cambio, tenía ese tinte celeste, esmaltado, de los cielos inacabados, aunque Nada tiene fin dirían al unísono optimistas y trágicos. La plaza, ahora reclutada por el capital, tumbada a su antigua mezquita, era y es un hervidero de locos y cuerdos. Pasó uno con las dos manos apretándose, dolorosamente, la cara. No era el grito de Munch sino el de Jeré. Era un alarido seco que nadie escuchaba, salvo los insectos que esta noche tórrida, de envalentonado junio, nos devorarán mientras nos hacemos los dormidos. También yo porque me tiemblan en la frente lo electromagnético y las tristezas.

Cuando llegué, mi amigo estaba conversando con Julio Mariscal. La tonta, pobrecita de ella, que murió en lo alto una loma y la gente sin saber qué había sido de ella, lloraba el poeta. Nada más llegar, calmada la mirada del arcense, pedí una estrella y me la trajeron. Dan, con su andaluz casareño y lleno de pellizco, prefirió a uno de los arcángeles del cielo. Deseo concebido. Deseo concebido porque mi amigo holandés había sentido en sus carnes, minutos antes, ese andar negro de la tonta a su loma. Siente tú mis fatigas, siente tus penas, que yo voy a sentí la tuyas, cuando tú las tengas. Y ten por seguro que los cielos escuchan a los que escuchan.

Y fue hablar y hablar porque el mañana no existe. Conversamos de los rudos que son los flamencos que aún llevan puestas, por voluntad, las pieles de sus desgraciados. La pobreza nunca olvida, olvidar es de ricos diría yo. Perdón por lo anterior, el mañana sí existe, si existes.

Y seguimos conversando de una fotografía. Soldados rusos en Berlín, justo el día de la rendición nazi, paseando victoriosos por una avenida, la de FriedrichstraBe, salpicada de banderas blancas. No quiero morir, susurran todavía las ventanas abiertas. Y otro hombre, otro que tomaríamos por loco, dejó un papel en la esquina de nuestra mesa: tengo hambre y una familia. Y ahora pido perdón porque mis ojos se olvidaron de ver. Yo solo quería abrigo de palabras ciertas. Me voy a Los Alpes. Tengo un camino que terminar, me confesó mi amigo. Y en un segundo repleto de galaxias, su rostro me hizo ver Ámsterdam y sus canales silverados. Teoría de la relatividad en estado puro porque me encontré en el verano del noventa y siete. Dan, este amigo con nombre de ofrenda, fue mi primer alumno de guitarra. Yo no sabía ni qué enseñar porque la verdad es que no sabía ni cómo vivir. Da igual, pasó y pasó.

Digo que sus palabras bajo los árboles de la Plateros me condujeron a Ámsterdam, a una Breda que se rendía nuevamente. Me dieron a entender que Amberes sigue siendo un cuarto donde dormir con gigantes de azúcar. Fueron cientos de kilómetros desde los ochenta para él. Pienso yo que Waterloo, Charleroi, las Ardenas. El carril lógico para acabar en el sur. Han sido cientos de kilómetros durante un mismo trago de cerveza para mí. Santiago, comencé cuando tenía… (Pausa)… Ahora tengo setenta y un años. Setenta claveles rojos desbocados escribiría Julio bajo las higueras de Paterna. Se hace camino al soñar y el mediterráneo, en unos días, cuando Dan se encuentre con él, hará por reducirse a unos pies clavados en una orilla. Y todo tendrá sentido. Lo vivido, lo ni vivido. Lo temido como lo intentado. Y el arcángel San Miguel, el custodio de mi amigo, es tan rubio como la cerveza. Y mi estrella se hiela como un adiós.  Y el loco no era tan loco, era solo un hombre pidiendo porque no tenía. Todo tan fácil.

Dedicado a Dan Uneken.

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