Plantando olivos en Mobylette

A simple vista parece un despropósito que un papel firmado por un señor que ha empleado en ello menos de dos minutos tenga más precio —ojo, digo precio, no valor— que diez olivos criados durante tres años

José Bejarano

Periodistas Solidarios

Una Mobylette.
Una Mobylette.

Vuelvo de pasar la ITV del coche y paro en un vivero de Écija a comprar diez olivos manzanillos que me cuestan 55 euros. ¿Baratos, caros?, me pregunto a mí mismo. No sé qué responderme porque carezco de referencias al respecto. Llego al pueblo justo a tiempo de acudir al notario para recoger un documento. Pago la factura: 62 euros. ¿Barato, caro? Tampoco sé qué responder a esta pregunta. Es posible que las dos cosas, diez olivos y un papel del notario, tengan justificación para costar ese precio, pero a simple vista parece un despropósito que un papel firmado por un señor que ha empleado en ello menos de dos minutos tenga más precio —ojo, digo precio, no valor— que diez olivos sembrados, regados, injertados y criados durante al menos tres años.

En el vivero era el único cliente, en el notario había una cola de ocho o diez personas esperando para algún trámite. Por lo que involuntariamente escuché durante la espera, ventas de inmuebles o cuestiones de herencias. Esperamos unos 15 o 20 minutos, entramos en un despacho y salimos en el tiempo que se tarda en leer y firmar un escrito. ¿Es lógico que haya más personas moviendo papeles que plantando olivos?, me pregunto. Tampoco sé qué responderme a esta pegunta. Me faltan referencias de lo que ocurre en otros lugares. Ojo, no estoy poniendo en duda la necesidad o la utilidad de las notarías. Este artículo no es más que un simple juego de comparaciones-perplejidades cogidas al vuelo aquí y allá.

Dotado del documento notarial, los pasos me llevan a la dirección provincial de Tráfico, donde esperan ansiosamente mi llegada para otorgarme de inmediato la flamante matrícula de vehículo histórico que lucirá la moto que quiero rehabilitar. Bueno, de inmediato no. Pero casi. Un año de burocracia, mes arriba, mes abajo. El trámite de legalizar una moto antigua es similar a una carrera de obstáculos o al juego de la oca. Siempre acabas en el pozo, en la cárcel o te ves devuelto a la casilla de salida. Un año de papeleo, cada vez uno nuevo, y un sinfín de visitas a la dirección provincial de Tráfico. Vuelva usted mañana. Ahora falta una tasa. Después falta el empadronamiento. Ya tengo la calificación de vehículo histórico.

Dos meses más tarde, me informan de que falta el impuesto de matriculación. Es verdad, tiene usted razón, este vehículo no está obligado a pagar el impuesto de matriculación, pero pida cita en Hacienda y haga como que va a pagar. Le dirán que no tiene que hacerlo y entonces le darán un número como si lo hubiera pagado. Nos lo trae, lo añadimos al expediente y seguimos adelante. ¿Oiga, no podían decírmelo todo de una vez desde el principio? Sí, se lo hemos dicho. No, cada día y cada funcionario dice cosas diferentes. Cada uno y cada día se saca una nueva carta de la manga. He perdido la cuenta de las veces que algún compañero suyo me ha devuelto a la casilla de salida.

Dígame la verdad ¿cree usted que algún día conseguiré matricular la moto? Mire, tengo aquí el documento notarial, el certificado de empadronamiento, el contrato de compra-venta, el pago del impuesto de circulación, el pago-no pago del impuesto de matriculación, el certificado de catalogación de vehículo histórico, el informe favorable de la ITV, el informe del perito industrial, la ficha reducida... Me habían advertido de que era difícil, pero no imposible. Además de caro, no, carísimo. Mire que no es más que un simple ciclomotor viejo. Tiene más valor sentimental que monetario. Esto es conservación de un patrimonio histórico, una reliquia, cultura industrial. Dejen ya de perseguirlo, deberían estar ustedes incentivándolo.

Pero la dirección provincial de Tráfico debe seguir siendo el muro contra el que se estrellen cada día decenas de conductores o aspirantes a conductores al volante de un fajo de papelotes cuya utilidad real ignoro, pero que dan de comer a una panda de chupatintas que aparentemente compiten entre sí a ver quién de ellos zancadillea más contribuyentes al día. Por favor, dígame la verdad porque si usted me dice que no es posible matricular mi Mobylette de hace cincuenta años, dedico mi tiempo a plantar los olivos que he comprado en Écija y que se van a secar si sigo perdiendo el tiempo aquí. Mire usted la montaña de papeles que he juntado a lo largo de un año de paciencia y dinero.

Aunque sólo sea por el montón de documentos aportados o, si lo prefiere, por el amor de Dios, dejen ya de torear al contribuyente. Dígaselo a su jefe de mi parte. ¿O prefiere que se lo diga yo? Dígale a su jefe que de aquí no salgo si no es montado en mi Mobylette vieja. Y entonces sale el jefe del despacho, escucha lo ocurrido, asiente y reconoce que algo no funciona bien. Entonces, milagrosamente, los planetas se alinean para que salga la matrícula del embudo donde una caterva de inútiles atasca expedientes uno tras otro, día tras día, mes tras mes y año tras año. Y allá que va uno feliz montado en Mobylette vieja con matrícula nueva. ¡A plantar olivos!

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