Lo que ha llovido

El olor de la lluvia, petricor le llaman, me reconforta mientras espero al momento en que la vida, de nuevo, vuelva a caer del cielo

Un charco tras las lluvias de esta semana.
Un charco tras las lluvias de esta semana. CANDELA NÚÑEZ

El sonido de un constante repicar sobre la persiana me despierta antes incluso de que suene el despertador. Me levanto ilusionada y me dirijo a la ventana, elevo un poco la persiana y descorro a un lado la cortina. Parece que Dana ha llegado antes de lo previsto, o al menos mucho antes de lo que yo pensaba. Una sonrisa nace en mi rostro, ni puedo ni quiero controlarla.

Afuera todo está gris, sin embargo, el desfile de paraguas de colores que se reflejan en los charcos hace que el paisaje se torne ante mis ojos como el más hermoso de los que haya podido contemplar ¿Se puede extrañar a la lluvia? Sí que se puede, y esta mañana, observando a través del cristal salpicado de gotas, he sido más consciente de ello que nunca. ¡Cuánto extrañé a esta lluvia de otoño! 

Decido tomarme el café junto a la ventana, deleitarme con el sonido inimitable que producen miles de gotas de agua al chocar contra el cemento de las calles, en las hojas de los árboles, en los techos de las casas más bajas. Un ritmo perfecto acompaña al sonido de la lluvia que se dirige sola, dando giros inesperados, cayendo en ocasiones con mayor intensidad y deslizándose más suave cuando lo estima necesario.

Algunos truenos han aportado mayor musicalidad a esta llegada del otoño tan esperada. Observo como los charcos van aumentando en caudal y tamaño, el agua se transforma en pequeños riachuelos para descender por las calles más empinadas. El recuerdo de esas pequeñas y fútiles competiciones por esos afluentes provocados por la lluvia viene a mi memoria, así como las pequeñas embarcaciones que construíamos con el papel del bocata y que irremediablemente se hundían a los pocos segundos, ¡pero eran los segundos más divertidos!

Mientras me termino la taza de café me digo que es una lástima que tenga que comenzar a trabajar en breve, de no ser así hubiera bajado a dar la bienvenida a ese aguacero lleno de vida. Habría ofrecido mis brazos al cielo, cerrado los ojos y abierto la boca para alimentarme de vida, empaparme con la lluvia y volver a sentir esa sensación tan placentera de estar cubierta y envuelta por el líquido que nos acuna y nos mece durante nueve meses hasta que llega el momento de experimentar nuestro primer trauma, el de nacer y existir en esto que llamamos mundo. Permitir que la lluvia nos moje, nos envuelva, es darnos permiso para recordar de dónde provenimos y cuáles son nuestros orígenes. El paraguas, siendo tan buen invento, nos impide sentir algo más que la frialdad o la humedad de la lluvia. 

Se acerca la hora de dar la espalda a todo aquello que es posible añorar tras un cristal. Dana tiene prisa en marchar y seguir su camino. Han pasado varias horas desde que consigo de nuevo pegar mis manos al cristal, intentando como cuando era niña tocar las gotas que lo cubren sin necesidad de mojarme los dedos. Una vez la lluvia se iba, la calle se inundaba de voces infantiles, de risas, de cientos de pisadas pequeñas que quedaban esculpidas en el lodo. Quedaban al descubierto los esqueletos de papel de aquellas fragatas que antes sirvieron para envolver los bocatas de chorizo. Aparecían las manchas y salpicaduras en los pantalones provocadas por los entusiastas saltos en los charcos. 

Ha dejado de llover hace un rato. ¿Dónde están? Tal vez solo podamos volver a reencontrarnos en mis recuerdos. Abro la ventana, algunas gotas traviesas caen en mi pelo y salpican mi rostro. El olor de la lluvia, petricor le llaman, me reconforta mientras espero al momento en que la vida, de nuevo, vuelva a caer del cielo.

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