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"Es más jodido salir del Ikea que de las drogas". He experimentado en mis carnes ambas realidades, la segunda el otro día cuando entré en la tienda de la multinacional sueca. Los lectores más avezados -dos de los seis que tengo-, dirán que estoy anticuado, que esto debí decirlo hace ya años, que estoy demodé. Y es que ya había entrado mil veces en el laberinto nórdico, pero fue ésta la primera que me aventuré a hacerlo solo.

Mi pareja, que hasta entonces había ejercido de lazarillo de este Icaro posmoderno, cometió la imprudencia de salir a la cafetería mientras yo hablaba por el móvil, dejándome como a Gary Cooper: solo ante el peligro. Cuando quise emular sus pasos siguiendo las indicaciones de salida, me encontré dando vueltas en círculo (supongo que las hacen para eso) a través de edredones, estanterías, alfombras y un sinfín de artilugios. Una dependienta no pudo reprimir la risa al verme aparecer tres veces por el mismo sitio. Qué tarde me arrepentía de haberme dejado arrastrar por el establecimiento en anteriores ocasiones como un zombie drogado, mientras mi partenaire elegía ropa de cama, mobiliario de todo tipo y hasta lamparitas de noche.

Así que cuando mi pareja me llamó por teléfono, no tuve más remedio que agachar la cabeza y relatar lo sucedido. Ella se armó de paciencia y me guió a través de la distancia, como cuando un agente especial dicta las instrucciones y pide calma a la víctima de un psicópata en una película americana. Una vez vislumbré la luz al final del túnel, salimos al aparcamiento, donde todos los estacionamientos son iguales, como todo el mundo sabe. Pero eso ya es otra historia.

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