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Todos llegaban al barrio con su banda sinfónica de bocinas y proclamas. El pescadero era, como todos los de su estirpe, el más escandaloso. Enganchado circensemente a la puerta trasera de la Express era el primero de los vendedores en anunciar su ansiada mercancía: ¡Acedías, boquerones, pescailla! ¡Vamos chiquillaaa! Más de una mujerona se asomaba por la ventana del dormitorio y le decía, con todo el arte del mundo, que “Menos chillíos que el niño está acostao”.

Más comedido era el afilador en su incansable y triste búsqueda -siempre me lo pareció- de cuchillos romos y de tijeras de madrastas de campo y cenientas de verbena. El alarido de su extraño silbato y el traqueteo de su vieja Puig Condor ponían música a esas remotas tardes de telenovela y coche fantástico; tardes de verano en las que sólo las más valientes o los muy viejos se atrevían a salir al encuentro del sol y de aquel hombre de miras cortas y cuchillos largos.

Muchos se perdieron en el tiempo o ya no supieron cómo regresar. Entre ellos Isidro El Lechero. Murió sin avisar. Un día -sería el siguiente de su fallecimiento- dejaron de aparecer sus vacas por el horizonte de la barriada y a las pocos meses las amapolas y las margaritas decidieron irse para siempre de las lindes del carril, por el cuál había venido El Lechero durante años, y que años más tarde ganaría el cemento.

Él, en cambio, sigue apareciendo justo antes de comer -puntual a la cita con el hambre- como un rey mago andaluz capaz de estar presente en varios sitios de Jerez al mismo tiempo. Es verdad que ya no lo hace con esa furgoneta de la que se asomaban temerarios algunos caberos de pan blanco por las ventanas; es verdad que ya no puede dejar en casa de mis padres siete barras de pan al dia; es cierto que ya apenas lo veo cuando antes, durante esos años lentos, me gustaba seguir la estela aromática que dejaba su furgoneta abierta de par en par por la barriada. No pocas veces me abalancé sobre ésta, tres calles antes de que llegara al río Ter donde crecí, para pedir el pan que tenía reservado para mi casa; bolsa que jamás le denegó a aquel chiquillo que hoy -aturdido de tanto futuro- desconozco; como tampoco dejó de regalarme esos picos que dejaba escondidos, sin decirme una palabra, en el fondo de la bolsa.

He visto vivir a Pepe..., como él me ha visto crecer con su pan de cada día. Ese pan de siempre que no entiende de prisas ni montañas de dinero. Ese pan de holas y adioses, hecho a mano, que ahora tiene la fortuna de probar mi hijo Mateo..., gracias a un pequeño bollo que Pepe El Panadero esconde día tras día -esta vez para mi hijo- bajo las dos barras de pan integral que deja colgando en la reja de la casa de mis padres.

Dedicado a Pepe Contreras

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