Las Pascuas perdidas

Volver hoy a casa por Navidad, como en el anuncio de 'El Almendro', volver a mi ciudad que ya no es la misma, siempre me produce un sentimiento de orfandad, de pérdida, de un tiempo que solo existe en mi mente

Emilio Castro

Fotoperiodista.

Ilustración de Emilio Castro.
Ilustración de Emilio Castro.

Mi desafecto por la Navidad es directamente proporcional a las canas que peino, a las arrugas que voy sumando y a las pérdidas acumuladas. En la lejanía de mis recuerdos, en mi patria infantil, resuenan las voces aflautadas de los niños de San Ildefonso cantando en una tele en blanco y negro; suena una letanía en "peseeeetaaaaasss". El olor a pino decorado con espumillón a la entrada de mi casa, los sobres con ribetes azules y rojos de la carta por correo aéreo a los Reyes Magos, turrón del duro y también del blando, perfuman una atmósfera de melancolía que se repite cada año.

Recuerdo nítidamente la felicidad que sentí un seis de enero al convertirme en espeleólogo gracias a mi alter ego Madelman, que llevaba su equipo individual (cuánto me costó aprender a pronunciar bien esta palabra). Con él me deslicé a las simas más profundas, hice rápel por la escarpada ropa de la mesa camilla, hasta la tarima, desde allí se divisaba el fuego incandescente del brasero eléctrico. También construí mi propio "Exin Castillo" para defenderme del malvado "Dragón Lagartijo". Una noche mi hermana me despertó nerviosa, porque sus majestades, los Reyes Magos de Oriente, procedentes de Ecodom, el primer economato que se instaló en mi barrio, entraron en mi dormitorio. Estaban a los pies de mi cama, no daba crédito a mis ojos, todavía me tiemblan las piernas al recordar la emoción descontrolada.

Es imposible competir con esos recuerdos infantiles, memoria de una época en la que sobraban los motivos para ser feliz. Cuando lo cotidiano olía a nuevo, cuando vivir era una fiesta, cuando la sorpresa era un estado de ánimo permanente. A partir del veintidós de diciembre se planteaba un océano de tiempo ocioso, tres semanas sin tener ir a la escuela, sin enfrentarse a la tabla de multiplicar, sin clases de gimnasia con sus tediosos partidos de fútbol. Tres semanas seguidas para pintar personajes imaginarios, sin escuchar a don menganito gritando ¡Caaaastrooo! ¿Otra vez dibujando? Aquello era el paraíso en mi pequeño mundo.

Hace muchos años que, como todo el mundo, fui expulsado del edén para no regresar jamás. Volver hoy a casa por Navidad, como en el anuncio de 'El Almendro', volver a mi ciudad que ya no es la misma, siempre me produce un sentimiento de orfandad, de pérdida, de un tiempo que solo existe en mi mente. Solo perduran los edificios, eso sí, mucho más pequeños, están ahí recordándome lo efímero de la existencia. Es entonces cuando vienen a verme mis desaparecidos, los queridos, los conocidos y otros que solo formaban parte del panorama humano de mi vida en los años setenta.

¡Cuánto los echo de menos!

En aquella época, nunca pensé que ese paisaje pudiese cambiar tanto, mutar hasta asemejarse tan poco a lo que fue. Ahora el espacio físico lo ocupan personas venidas de muy lejos, con otras costumbres, pero con el mismo espíritu de supervivencia que tenían mis padres, peleando cada día por prosperar en la vida y sacar adelante a sus hijos. En el paisanaje solo han cambiado los modelos de los coches y el color de la piel de los que los conducen. Han cambiado los comercios, los acentos de los que compran y también de los que venden.

Cambios, cambios, cuánto ha cambiado todo, me digo, como si yo no hubiese cambiado nada, como si no hubieseis cambiado tú y tu entorno. Cambiamos un poco cada día hasta ser otras personas, hasta vivir en otro barrio sin movernos del sitio, en otro pueblo, en otro país, todo sin darnos cuenta. Todo lo que es, vive en un estado de metamorfosis continua. Deberíamos atrapar cada instante, consumirlo hasta los huesos, bebernos el tuétano, porque cada momento es irrepetible. Sé de lo que hablo por mi oficio, sé que nunca se repite una luz, un movimiento, nunca hay la misma magia. Nunca se hacen las mismas fotografías, son únicas, trozos de realidad que se pierden en el tiempo, que siempre, siempre es pasado.

No me gusta la Navidad, llena de estupidez hortera y consumismo. No me gustan las ciudades que compiten por tener más luces, las luces se tienen o no, muchos no tienen ni dos dedos. No me gusta la obligatoriedad de la ternura ni la bondad efímera. No me gustan los anuncios de perfumes en inglés.

No me gusta la Navidad, ya no es lo que era, seguramente nunca lo fue. Ya no somos lo que fuimos, probablemente porque nunca lo hemos sido.

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