'Amanecer', de Alex Colville.
'Amanecer', de Alex Colville.

En una ocasión, mi profesor de antropología filosófica nos refirió la historia de un guarda jurado de Alcalá de los Gazules que se ahorcó porque no pudo soportar la vida, cuando la Guardia Civil le requisó unos prismáticos que le habían agenciado unos contrabandistas de Gibraltar. “No pudo sobreponerse; su vida dejó de tener sentido sin sus prismáticos”, sentenció socarrón don Antonio. Y seguía el profesor: “Qué extraño, la de cosas que nos pueden resultar imprescindibles para vivir y de cuantas, también, podemos prescindir y seguir viviendo tranquilamente”. Y remataba el relato diciéndolo en cristiano: “Señora mía, cada uno tiene sus gustos y sus manías…”. Todos los alumnos dudamos de la veracidad de esta anécdota, pero ninguno dudó sobre su verosimilitud.

Sorprende la dificultad que tenemos para enumerar las necesidades humanas. Incluso aunque consideremos las más materiales. Dificultad para concretarlas y para quedarnos con las que todos compartimos con independencia de las circunstancias en las que a cada uno le ha tocado vivir, aquellas necesidades que son idénticas e imprescindibles para cualquiera. Pero el caso es que algo extravagante puede convertirse para alguien en su primera necesidad; en una necesidad imprescindible para vivir y, al mismo tiempo, cualquier cosa -por necesaria que parezca- podría llegar a ser superflua. 

Hemos de tener en cuenta que Calígula, san Juan Bautista que se alimentaba de saltamontes y miel silvestre, Lady Gaga, un monje cartujo desganado, Mario Vaquerizo tal cual, un esquimal en invierno, Jeffrey Dahmer —apodado El Caníbal de Milwaukee—, la reina de Saba el día antes de su boda, un pastor de cabras de Burkina Faso y el boxeador profesional Floyd Mayweather —que luce en su muñeca un reloj de 15 millones de dólares, mucho más lujoso que el de Cristiano Ronaldo que solo cuesta 2 millones— pertenecen casi con toda probabilidad al mismo género humano. Y no parece que compartan ni las mismas prioridades, ni las mismas necesidades, en el sentido estricto de que si no lo tengo me corto las venas.

Pero lo que interesa señalar en este punto no es tanto cuáles son las estrictas necesidades humanas sino el hecho de su infinita variabilidad. O, mejor dicho, de su indefinición. Lo cual nos lleva a preguntarnos por la naturaleza de esta extraña indeterminación. En la naturaleza, a ningún otro animal le sucede algo parecido. 

Es posible que esta extraña cualidad humana sea la condición de la posibilidad de la libertad. Es decir que, solo porque tenemos esta plasticidad ontológica ante las necesidades, podemos plantearnos nuestro destino como problema: al no estar constreñidos absolutamente a esto o a lo otro, nos damos a nosotros mismos nuestros propios fines (con todas las prevenciones y advertencias que quieran ponernos los deterministas furiosos). Y si nos planteamos objetivos y metas, entonces corremos un riesgo grande. De equivocarnos. De malgastar nuestra vida. 

El hecho de que no estemos absolutamente determinados ni por la naturaleza ni por la sociedad (en este caso hemos traído el ejemplo de las necesidades) nos hace pensar que somos en una gran parte dueños de nuestro destino, aunque suenen solemnes estas palabras. Y aunque este poder para autodirigirnos no sea, desde luego, absoluto sino muy limitado.

Por otra parte, ante nuestros problemas personales y ante los problemas sociales también podríamos intentar hacernos el sueco, el distraído, el neutral. Como si la cosa no fuera con nosotros. O esperar el santo advenimiento. Como escribe el llamado Tigre de la Falacia en un tuit de internet, atribuyéndolo a un panadero judío de Varsovia: “¿Y a mí que me importa el ascenso de Hitler en Alemania si yo vivo en Polonia?”.

Mi vida personal y la vida de mis semejantes —que no son cosas diferentes— es el problema que más nos concierne. No decidir también es una decisión. Aunque igual optamos por el delirio de esperar que la solución venga de un Mesías, del Tiempo o de la Suerte. Que nos salven.

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