'Soldado y chica en la estación', de Alex Colville.
'Soldado y chica en la estación', de Alex Colville.

He de confesar que de Fernando Savater he leído poco. Entre esto poco leí hace mucho tiempo el libro Contra las patrias. Mucho antes —allá por los años 70 y pico del pasado siglo— se cocía en Madrid un movimiento contestatario que se manifestó en los llamados congresos de Filósofos Jóvenes en los que participó lo más granado de la filosofía “alternativa y rebelde” que se despachaba en los estertores del franquismo: Trías, Deaño, Sacristán, Agustín García Calvo, Albiac… bajo la presidencia moral de José Luis López Aranguren.

Los seguidores de este grupo heterogéneo de “filósofos jóvenes” —marxistas, analíticos y nietzschanos—, calentaban el ambiente universitario madrileño con soflamas antiescolásticas aunque toda aquella fanfarria en realidad ocultaba el interés de protagonizar la llamada “transición filosófica” con su oposición al “establishmen tardofranquista”.

Al comienzo de estos hechos, mi promoción estaba aún tercer curso de Filosofía, en la universidad Complutense. Para casi todos nosotros estos pensadores antifranquistas eran auténticos oráculos que imponían una férrea autocensura entre las lecturas de filósofos permitidos, así que se constituyeron —sin quererlo— en el reverso simétrico de aquello que criticaban. De mi clase, recuerdo varios nombres de algunos lectores compulsivos de Cioran y Savater: uniformados de negro, con aires de perdonavidas y reventadores de cualquier acuerdo que a ellos les supusiera la menor contrariedad. Rechazaban la cultura y la filosofía oficial, o eso decían, aunque no las notas y calificaciones finales que disputaban sin pudor para ingresar en ese sistema académico al que, al parecer, tanto despreciaban.

A propósito de un crucero vacacional que llevó a cabo Ramón Tamames, a la sazón concejal comunista del Ayuntamiento de Madrid, se inició en clase de Sociología —cuyo titular J.L. López Aranguren acababa de ser restituido en su cátedra— un debate sobre la austeridad que debía exigirse a los cargos públicos y, en especial, a los que militaban en los partidos de izquierdas. “¿Integridad?¿coherencia?¿ejemplaridad?” –gritaban mis compañeros nietzscheanos—. Estos valores son una rémora cristiana, la ideología de los esclavos. El pobre viejo profesor reía las bravatas de los pijos ácratas e intentaba justificar que la vida privada de un comunista no tenía que regirse por la caridad cristiana. Y, por su parte, el diario ABC comenzó a calificar jocosamente a Ramón Tamames como “marxista crucerista”. El asunto sobre la ejemplaridad y coherencia de la izquierda es antiguo. No tiene tanta relevancia para la derecha política que, en esto, no suele hilar tan fino, por decirlo con suavidad.

Ellos seguían manipulando las asambleas con tretas para conseguir ventajas y privilegios. En otra ocasión colocaron un zapato en el altar de la capilla de la Facultad, entre risitas de hienas y miradas desafiantes. Mantenían una pose irreverente y sacrílega, pero eran más maleducados que rebeldes. Este grupo de lectores empedernidos de Savater fueron solo sofistas de pacotilla y un poquito inmorales (en el sentido de malas personas) pero de frases altisonantes y verborrea grandilocuente, como sus maestros: Albiac, Sánchez Dragó, Jiménez Losantos…antiguos camaradas de la lucha revolucionaria, conversos al aplastamiento de la menor crítica al poder. Entonces, una gran parte de los fieles seguidores de estos intelectuales orgánicos representaban lo más parecido a lo que hoy serían las CUP, los grupos anticapitalistas catalanes, mutatis mutandis.

¡Quién lo hubiera pensado! De entre todos ellos, sobresalía el intrépido Savater. Este antiguo volteriano al que antes aterraban las patrias y ahora depende. Lleva desde hace años una dura defensa de la patria española afeando a los intelectuales que no den la batalla pública por la sagrada unidad de España. Valor personal no le faltó nunca, eso es verdad; tampoco contra el franquismo ni contra ETA.Y sufrió violencia de ambos, justo es decirlo. Pero ahora, a los intelectuales que son tibios (o a él se lo parece) les llama cobardes. Es lo que tiene la fe de los conversos, la desmesura. Yo, que siempre fui muy iluso, me creí su discurso contra las patrias. Contra todas las patrias. Aún hoy sigo pensando que la ideología nacionalista es un fantasma -cateto, casposo e iletrado- que, de nuevo, recorre Europa (y el mundo) y que, como antes, será el huevo de la serpiente fascista.

El orgullo desmedido sobre el sentimiento de pertenencia a una nación es lo que tienen en común los nacionalismos. Todos. Por eso son xenófobos y supremacistas. Todos. Por definición. ¿Y alguien cree -después de haber visto los preliminares de la Segunda Guerra Mundial- que la mejor manera de combatir al nacionalismo es enfrentándole más nacionalismo de signo contrario? Yo me siento español, pero entiendo el patriotismo de otra manera: del humanismo y de la ejemplaridad pública. Sobre una idea mítica de la patria me vacunaron el cristianismo, Montaigne, Kant y la Ilustración, Hegel, Víctor Hugo, Freud…, tantos holocaustos y también, aunque en mucha menor medida, Fernando Savater.

El orgullo españolista solo me sale cuando juega la selección nacional de fútbol o cuando releo a don Pío Baroja. Mis cosas.

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