'El Padrino III' como película religiosa

Desde siempre me ha seducido ese Al Pacino crepuscular, pero más sabio que nunca y, por tanto, más peligroso

Al Pacino (Michael) en 'El Padrino III'.
Al Pacino (Michael) en 'El Padrino III'.

No perdí la amistad con el señor X porque dijera que El Padrino III no estaba a la altura de sus dos predecesoras, pero hubiera sido razón más que suficiente. Desde siempre me ha seducido ese Al Pacino crepuscular, pero más sabio que nunca y, por tanto, más peligroso. Sus consejos a su impulsivo sobrino Vincent (Andy García) son dignos de Maquiavelo. “No odies a tus enemigos. Te impide juzgarles”, le advierte en cierta ocasión. Un consejo que, todo sea dicho, la izquierda debería grabarse a fuego, porque muchas veces sus desastres se podrían evitar si menospreciara a sus contrarios un poco menos. 

La trilogía de Francis Ford Coppola es muchas cosas: una reflexión sobre el poder, una historia shakesperiana… Y, por extraño que parezca, un drama religioso que sigue los esquemas de la tragedia clásica. En la primera parte se produce el ascenso del héroe, un Michael Corleone que hubiera querido permanecer al margen de los turbios negocios de su padre, don Vito, pero que se coloca al frente de la familia empujado por los acontecimientos. En El Padrino II, Michael vivirá su particular descenso a los infiernos. La seguridad de los suyos está en peligro, su matrimonio se rompe, su hermano Fredo le traiciona. Herido en lo más hondo, espera a que su madre muera para ordenar su ejecución, sin dejar espacio a la clemencia. A partir de ese momento llevará sobre sus hombros el estigma de Caín. 

Tras la caída ha de venir la redención. En El Padrino III, Al Pacino, atormentado por los remordimientos, confiesa su pecado al cardenal Lamberto, el futuro Juan Pablo I, interpretado por Raf Vallone. El sacramento le aporta una paz espiritual inédita, como admite ante su hermana Connie, una Talia Shire muy en su papel de Mamma. No imagina que aún le queda por pagar el precio más espantoso imaginable… 

Convencido de que puede abandonar los negocios turbios y blanquear su pasado, nuestro protagonista se involucra en operaciones al más alto nivel con gente que esconde, bajo su apariencia respetable, un increíble historial de estafas y crímenes. Ha vuelto a Italia, a los orígenes de los Corleone, pero sólo para encontrar un ambiente de peligrosas conjuras digno de los Borgia. Subir en la escala social equivale a enfangarse en círculos cada vez más podridos, sin que el mismísimo Vaticano esté al margen de prácticas dudosas. Se desencadena entonces una conspiración para matar a un Juan Pablo I dispuesto a terminar, de una vez por todas, con la corrupción financiera que salpica a la Iglesia. El viejo Michael envía a sus sicarios para salvar al Papa a cualquier precio, convirtiéndose así en una especie de divinidad que desata su ira con tal de ayudar al único hombre justo en mitad de Sodoma. Eliminará a los enemigos del pontífice, pero no llegará a tiempo para evitar su asesinato.  

Mientras sus hombres desatan una escabechina, su vida tampoco está a salvo. Un asesino a sueldo, a la salida de la ópera, dispara contra él. Quién muere es Mary, la más cercana de sus dos hijos, una muchacha joven, hermosa, cándida, llena de generosidad y de lealtad hacia su padre. Como en los textos bíblicos, el inocente ha de pagar los pecados del culpable. Se repite, una vez más, la historia de Isaac sacrificado por Abraham, de Jesucristo entregado por Dios para que lo crucifiquen. La redención es posible, pero nunca resulta gratuita. Alguien debe asumir el peso de la maldad del mundo… 

Aunque suprimiéramos todas sus intrigas vaticanas, El Padrino III seguiría siendo una película de religión porque habla de cuestiones centrales para la fe como el perdón y la salvación. Tras una vida consagrada al crimen, Al Pacino está convencido de que no hay absolución posible para él. Sin embargo, por un momento, el espectador cree que el héroe atormentado va a cambiar el curso de su destino. No lo consigue. Pierde lo que más quiere y muere en soledad. Como en tiempos de los antiguos griegos, la tragedia es tragedia porque el protagonista se enfrenta a un desafío que excede sus fuerzas. 

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