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Pablo consiguió hacer visible la leucemia; consiguió sensibilizarnos; consiguió que el número de donantes de médula aumentara; consiguió hacernos creer que se iba a curar; consiguió hacernos llorar.

El sábado falleció Pablo Ráez. Sin ser nadie de mi entorno, su muerte me ha producido una profunda tristeza. Y es que no hace falta que alguien pertenezca a tu núcleo más cercano para sentir su pérdida; es más, estoy segura de que muchos de vosotros habéis lamentado más la marcha de alguien desconocido que de alguien que, supuestamente, estaba más cerca de vosotros. Por convención social, hay que apenarse más en el segundo caso, aunque llevarais años sin cruzar palabra con esa persona, porque, si no, os mirarán como si fuerais un bicho raro.

Que se muera alguien de veinte años no es normal, por mucho que lo veamos en accidentes de tráfico, enfermedades o guerras; ni natural, visto con nuestros ojos de personas del siglo veintiuno y rodeados, como estamos, de milagros tecnológicos y médicos. No nos acostumbramos —ni debemos— a ello.

Que se muera alguien de veinte años es una putada de las gordas, porque una persona de veinte años tiene que estar haciendo las cosas que hace la gente de su edad: viviendo.

Las muertes a destiempo siempre me dejan fría y desubicada, porque son un capricho de la parca, que parece que se desvía del camino que tiene planificado, como si algo llamara su atención: "Un chico deportista, joven, con toda la vida por delante. Tentador". Y entonces, deja el sendero principal y escoge continuar por uno secundario.

En días así, los periódicos se llenan de la palabra luchador, lo que me hace removerme, algo incómoda, en el asiento. ¿Qué es luchar? ¿No tiene bastante el enfermo con su enfermedad, como para tener que ponerse, también, el traje de guerra? ¿Un enfermo de cáncer tiene que ser siempre un luchador o podemos dejarlo ser, simplemente, una persona enferma? ¿Te enseñan a luchar en algún sitio? ¿Es obligatorio luchar? Sí, ya sé que hay gente que decide tirar la toalla, porque está cansada de estar enferma... ¿Es, entonces, esta gente menos luchadora? ¿Y cómo hay que llamar a estos enfermos? ¿Conformistas? ¿Es determinante la actitud para sanarse? Ojalá la actitud fuera tan importante para la curación, porque estoy segura de que Pablo y otros muchos seguirían aquí.

Bastante tienen con lo que tienen los enfermos como para que se les cargue, además, con la cruz de luchadores, otorgándoles una responsabilidad que no les corresponde, como si la enfermedad y su curación dependieran exclusivamente de ellos.

Nadie elige estar enfermo de cáncer. Cuando uno tiene la desgracia de enfermar, se pone —o debería ponerse— en manos de la medicina. Luchadores, ellos, los médicos e investigadores, que son los que estudian, día a día, cómo combatir las enfermedades.

Liberemos a los enfermos de la pesada carga de las palabras y llamemos a las cosas por su nombre: cáncer. Lo de larga y penosa enfermedad —de lo que también están los periódicos llenos estos días— suena a eufemismo y a tener que rellenar el artículo con palabras para poder llegar a la extensión solicitada. La primera regla del club de la lucha debería ser que para luchar contra las cosas hay que llamarlas por su nombre.

La sonrisa, la fortaleza y la positividad que esta sociedad les exige a los enfermos de cáncer es insana. Sonrisa, fortaleza y positividad, nada menos. ¿Queremos algo más? Ah, sí. Claro: investigación, prevención, detección, dotación de medios, tratamientos... Pero eso no se lo podemos exigir a los enfermos; eso ya sabéis a quién hay que exigírselo.

Pablo consiguió hacer visible la leucemia; consiguió sensibilizarnos; consiguió que el número de donantes de médula aumentara; consiguió hacernos creer que se iba a curar; consiguió hacernos llorar.

Espero que el legado que ha dejado Pablo perdure durante muchos años entre nosotros. Por mera cuestión adaptativa, nos iremos olvidando un poquito de ello —no se puede vivir rumiando constantemente las penas y el dolor—, pero tengo la esperanza de que el poso quede ahí, de que seamos un poco más conscientes de que la única forma de vencer al Mal —con mayúsculas— es dejar aflorar nuestra parte solidaria, que es lo más maravilloso y valioso que tenemos.

Gracias, Pablo. Descansa en paz.

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