Pablo de Tarso.
Pablo de Tarso.

Para la gente de convicciones progresistas, Pablo de Tarso acostumbra a ser un apóstol poco simpático. Se le acostumbra a presentar como un hombre de mentalidad autoritaria, defensor del orden establecido y, por tanto, de una institución tan odiosa como la esclavitud. 

¿Nos encontramos, tal vez, ante un tópico injustificado? Karen Armstrong así lo cree. Para esta historiadora de las religiones, Pablo ha sido incomprendido. Porque habría que distinguir entre lo que fueron las enseñanzas de Jesús y lo que escribieron los primeros cristianos tras su muerte. A estos últimos habría que situarlos dentro de un contexto político muy delicado: un imperio romano en su apogeo lanza una represión despiadada contra la rebelión judía iniciada en el año 66. En este momento crítico, varias epístolas atribuidas a Pablo, pero no realmente suyas, intentan suavizar la radicalidad del mensaje del apóstol, una figura igualitaria e interesada por la suerte de los desfavorecidos, profundamente hostil a los prejuicios étnicos que legitimaban discriminaciones sociales. 

La distorsión de su pensamiento tendría un fin: no molestar a los ocupantes con una denuncia demasiado severa de las injusticias socieconómicas. El evangelizador de los gentiles, por tanto, no sería responsable de las palabras que otros pusieron en su boca. ¿Falsificaron entonces deliberadamente sus ideas? No exactamente porque no se pretendía estafar a nadie. En aquella época era costumbre escribir bajo el nombre de alguna figura admirada para que aquello que se decía tuviera más repercusión.

A Pablo también se le ha acusado de ser poseer una ideología retrógrada en cuestiones de género, al legitimar la superioridad del hombre respecto a la mujer. Las pruebas, a primera vista, parecen indiscutibles. En la Primera Epístola a los Corintios, el apóstol manda callar a las mujeres en las asambleas religiosas. Si deseaban saber algo, tenían que preguntarlo a sus maridos una vez de vuelta en el hogar. Sin embargo, según afirma Bart D. Ehrman en Cristianismos perdidos (Crítica, 2004), este pasaje sería en realidad apócrifo. No parece auténtico porque, poco antes, Pablo sí aprueba la participación femenina en la Iglesia. No es coherente, por tanto, que la misma persona diga una cosa y la contraria. Para Ehrman, el texto de contenido misógino podría ser una interpolación posterior.  

Pero tenemos también la epístola paulina a Timoteo, en la que se afirma que no resulta correcto “que la mujer enseñe ni que domine al hombre”. Esta subordinación se justifica con el relato bíblico de la creación, en el que Dios crea a Adán antes que a Eva. Además, es la mujer, no el hombre, quien provoca el pecado original. 

No obstante, son muchos los académicos que piensan que a Pablo se le ha acusado en falso. Su escrito a Timoteo no sería suyo, según los especialistas, porque difiere de las cartas que si son suyas con seguridad. En sus textos auténticos, el apóstol, en lugar de expresar opiniones misóginas, se manifiesta en pro de la igualdad en términos inequívocos: “En Cristo ya no hay… ni hombre ni mujer”. Quiere decir que, ante Dios, las diferencias de género carecen de importancia. Por lo que sabemos, estas palabras eran algo más que simple teoría. En la práctica, las comunidades cristianas con las que se relacionaba Pablo contaban con mujeres dirigentes. El apóstol, según Ehrman, “podría haber sido mucho más abierto respecto a las mujeres y al hecho de que asumieran papeles de liderazgo de lo que tradicionalmente se ha pensado”. 

Un texto apócrifo del siglo II, los Hechos de Pablo y Tecla, apunta en esta dirección. La protagonista es una mujer, discípula de apóstol de Tarso, que ejerce un poderoso liderazgo espiritual. En lugar de casarse con su prometido, Tamírides, y llevar una existencia como tantas otras, elige ser fiel a sus principios religiosos. Se convierte, de esta forma, en una rebelde social. Los demás la estigmatizan por no plegarse al comportamiento que se espera de ella. 

Carece de importancia que ahora sepamos que el relato sobre su vida no es auténtico. Lo que sí importa es que, en su momento, hubo comunidades cristianas que sí lo tuvieron por tal. Eso parece indicar que la participación femenina en estas iglesias incipientes tuvo que alcanzar una importancia significativa. En una sociedad profundamente patriarcal, la vida religiosa ofrecía una posibilidad de independencia frente a la dependencia del marido que implicaba el matrimonio. Para determinadas mujeres, pudo resultar preferible el ascetismo cristiano a verse desprovistas, por su condición de esposas, de un mínimo control sobre su cuerpo.  

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