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Yo no sé de quién sería la “chispa” de adjudicar un día internacional para cada cosa, una efeméride para los donuts, los animales de compañía, la energía eléctrica, la paz, las bolsas del plástico, o las mujeres. Vale, que es historia. Vale, que es políticamente correcto celebrar esto o aquello, y viene muy bien para la agenda del ayuntamiento tal o la institución cual. Pero sigo sin verlo claro.

Personalmente me alivia que en la vorágine del día a día, en el trabajo por ejemplo, nadie me trate diferente —quiero pensarlo—, por ser mujer, y que no se detenga la maquinaria para darme un aplauso por seguir adelante con mis quehaceres y responsabilidades, a pesar de estar en una clara desventaja con respecto a los hombres: pobrecita ella, dirán, tiene la “desgracia” de ser mujer, y además, trabaja. Pobrecita ella. Pobrecita. En fin. Yo, pobrecita. Tú, gilipollas, con perdón.

Ese tono displicente que no cesa, a pesar de tanto como se supone que hemos conseguido. Y es que podemos votar, somos independientes, trabajadoras, superwomans, guays del Paraguay, pero, queridos amigos, seguimos teniendo una gran paellera en las entrañas, todas, sin excepciones, incluso aquellas que salieron del armario hace ya mucho y luchan por otra opción, han tenido que sufrir sobre sus cogotes el aliento del fantasma arrocero, que amenaza con pasarse ya del todo.

Y es que a lo mejor no somos conscientes —o sí— de la violencia, del terrorismo verbal que se esconde detrás de expresiones tan odiosas como las que muchas —sí, muchas, entre nosotras mismas, entre la gente joven e incluso entre las estrellas mediáticas, de cine o esposas de futbolistas, y ya no solo la suegra, la abuela o la vecina de viejas costumbres— sueltan como bombas termonucleares, como quien no quiere la cosa. Y destruyen mucho más que construyen. Aquello del “niña, se te va a pasar el arroz”, sigue de rabiosa actualidad, igual que las mujeres muertas —el otro día, en Chiclana— a manos de los hombres que han de cuidar de la supuesta paellera.

Es triste, pero todavía no pintamos nada mientras sigamos concediendo pequeños trocitos de dignidad a todos los que nos rodean, y sigamos consintiendo que una parte grande de la sociedad —me niego a creer que sea mayoría, no lo es— permita, pase por alto, y vea como “normal” ciertos comportamientos, ciertas actitudes que atentan contra la autoestima, contra el amor propio, e íntegramente contra la persona. Y en este caso, persona-mujer.

La igualdad no es que a las mujeres se nos trate como a ellos, ni viceversa —por cierto, esto me ha recordado a un programa de televisión que debería estar penado por la ley—. Yo no quiero ser un hombre. Estoy bien como estoy. Me siento bien siendo lo que soy. Pero sí somos personas complementarias e iguales como seres humanos. Parece una perogrullada. Más no lo es.

Yo no quiero tener que estar pendiente del arroz, de si se pasa o no. No quiero tener que pensar todo el día en el mantenimiento de mi paellera interna, para que no se oxide, o para evitar en el exceso de grasa, o preocupada por si las raciones de arroz serán suficientes para todos. Yo quiero disfrutar, y disfrutarme. Como mujer, en todas mis etapas. Y así hacer felices a aquellos que me ven feliz, porque eso significa que me quieren bien, aunque se me queme el arroz, o prefiera comer tallarines, porque me sale de los ovarios.

Nadie hablará de mi arroz, ni del arroz de nadie. Ni ninguna ley podrá imponerme absolutamente nada que atente contra mi libertad. Ni nada ni nadie tendrá poder para declararme útil, o inservible. Por eso, mientras haya violencia, a las claras, a puñalada limpia, o la sangre coagule en los papeles firmados por aquellos que tienen poder, sin mi —nuestro— consentimiento, exista una sola palabra, una sola expresión denigrante, o simplemente, pretendan arrancarnos la voz porque molesta, simplemente, no será posible celebrar un solo día de nada, ni de nadie, ni por nadie.

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