Encuadernaciones mudejáres y los olvidos de Irene Vallejo.
Encuadernaciones mudejáres y los olvidos de Irene Vallejo.

Si ustedes no han leído todavía el magnífico ensayo titulado El infinito en un junco, la invención de los libros en el mundo antiguo, háganlo. Relata de manera original, amena y muy documentada la historia de los libros desde la más remota antigüedad hasta hoy. 

Su autora, doctora europea en Filología clásica, se detiene, por poner sólo algunos ejemplos, en los diferentes materiales que se han usado para escribir a lo largo del tiempo, en la desaparición de famosas bibliotecas como la de Alejandría, en la persecución de los bibliófilos y la destrucción de libros prohibidos, en la censura y los procesos judiciales contra humoristas o en la voz literaria de las mujeres.  Y todo ello siempre en inteligente conexión con nuestro mundo contemporáneo.

Son muchos los méritos de esta zaragozana cosmopolita que puede presumir de unos conocimientos históricos y literarios difíciles de superar. Vaya por delante mi más sincera admiración por esta obra.

Vallejo nos habla de la conservación y reproducción en los monasterios de lo que ella denomina “los mejores libros paganos” (p. 392) –es decir, los que los monjes seleccionaban desde el punto de vista cristiano, ejerciendo ya entonces una censura eclesiástica–. Ellos decidían lo que merecía preservarse y lo que no. Nos habla también de los diferentes renacimientos culturales que se produjeron en Europa, de las primeras universidades como las de Bolonia u Oxford, y de cómo una y otra vez se volvió al mundo clásico como referencia.

Sin dejar todo ello de ser cierto, no lo es menos que el primer renacimiento cultural se dio en Al-Andalus, cuestión totalmente soslayada en su ensayo. Mientras la Europa cristiana se mantenía en la oscuridad, en territorio andalusí, la agricultura, las matemáticas, la música, la astronomía, la poesía o la medicina llegaron a un florecimiento extraordinario, unas veces innovando y otras transmitiendo el legado clásico. 

La Córdoba omeya fue desde el punto de vista cultural la ciudad más importante de Occidente en el siglo X.  Además de una universidad, una escuela de medicina y otra de traductores del griego y del hebreo al árabe, poseía una biblioteca que habría alcanzado los 400 000 volúmenes y en la que se conservaba el saber de la Antigüedad. En la ciudad estudiaron, entre otros, el filósofo musulmán Averroes, difusor y comentador de la obra de Aristóteles, y el médico judío Maimónides.

El intercambio de conocimientos entre las tres culturas “del libro” (Biblia, Corán y Torá) se dio más tarde en otras ciudades, ya bajo dominio cristiano, como Sevilla y Toledo (¿cómo obviar la labor de la escuela de traductores de Toledo durante el reinado de Alfonso X?) y contribuyó de manera notable al redescubrimiento del saber de la Antigüedad en la Italia del siglo XV.

Pues bien, este deslumbrante acopio de conocimientos, y con él la memoria de la cultura islámica, fue reducido a cenizas –se quemaron más de cuatro mil volúmenes nazaríes– en la plaza de Bib-rambla de Granada por orden del cardenal Cisneros, pocos años después de la entrada de los Reyes Católicos en la ciudad, hacia 1499 o 1500. Excepto los libros de Medicina, por su evidente utilidad, que pasaron a la Universidad de Alcalá de Henares.

Por escritos de la época sabemos que la estética y el labrado de estos manuscritos eran cautivadores: encuadernaciones recubiertas con perlas,  hojas perfumadas, multiplicidad de tintas, códices con deliciosas iluminaciones… No sólo se perdieron obras religiosas, también libros de otras muchas materias, como los poemas y reflexiones del célebre Ibn-al-Jatib, algunos de cuyos versos decoran todavía las paredes de La Alhambra. Ni la menor alusión en el ensayo de Vallejo a este acto de brutal intolerancia.

Además, sólo de pasada menciona esta autora que el papel, que supuso un importantísimo avance frente a la piedra, el papiro o el pergamino como material de escritura, llegó a la Península desde China “por las rutas musulmanas” (p. 392). Tampoco menciona que entre los siglos XIII al XVI se generalizó una rica decoración en la encuadernación de códices sobre piel, llamada mudéjar o hispano-árabe (era obra de artesanos mudéjares, siguiendo la tradición árabe a la que nos referíamos antes). Toledo y Barcelona fueron los principales centros, pero también, entre otros, Zaragoza.

Digna de mención hubiera sido también la labor del apasionado bibliófilo, orientalista, arabista, académico e historiador Pascual de Gayangos, sevillano de nacimiento, pero inglés de adopción, que a mediados del XIX no sólo recorrió toda España para rescatar libros que habían quedado perdidos en los monasterios tras la desamortización de Mendizábal, sino que también buscó por Marruecos manuscritos y libros árabes y encontró joyas inclasificables. Este sabio andaluz escribió The history of the Mohammedan Dynasties in Spain y descifró el misterio de la literatura aljamiada, los libros escritos por los moriscos en castellano pero con caracteres árabes.

El 23 de abril del pasado año Irene Vallejo recibió el premio Aragón 2021, que le fue entregado en el palacio de la Aljafería, una fortaleza que es el único testimonio en España del arte hispano-musulmán de los reinos de taifas. Esta fortaleza, donde actualmente tiene su sede el parlamento aragonés, fue declarada por la Unesco en 1986 como parte del conjunto de la arquitectura mudéjar de Aragón. 

​Curiosamente, tal y como ella misma afirmó en el acto, la idea de escribir El infinito en un junco se le ocurrió en el patio de este palacio. Quizás no era consciente de que Zaragoza, bajo el dominio de la dinastía de los Banu Hud, había sido en el siglo XI un brillante centro cultural donde se dieron cita pensadores, juristas, científicos o irrepetibles poetas (musulmanes o judíos) como Shelomoh ibn Gabirol, el Avicebron de las fuentes latinas.

Y es que el periodo andalusí y la etapa posterior marcada por la convivencia con los moriscos -a pesar de la expulsión, muchos se quedaron aquí- apenas se explican en los libros de texto escolares, por negligencia y sobre todo por claros intereses político-religiosos. Demasiado tiempo se ha entendido este periodo como “un paréntesis” dentro de nuestra historia, a pesar de que durante siglos fuimos árabes (o judíos) y del papel fundamental que esos siglos jugaron en la construcción de nuestra identidad y en la construcción de Europa.

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