El Flamenco —el mayúsculo— resulta del viaje más extraordinario que podemos realizar estando vivos y que no es otro que el que nos lleva al centro de nuestros abismos humanos; un viaje sin retorno al lugar en el que desde siempre no hubo nada que salvar. “Veinticinco calabozos tiene la cárcel de Utrera. Veinticuatro tengo andaos y el más oscuro me quea”.
Lo dudo pero si el flamenco en su punto de partida fue carne, solamente carne, jamás se anunció a las cortezas de este mundo llorando como lloran los recién nacíos. Si lo hizo lo haría como las bestias, llorando en el rincón más sombrío, lejos de la pantomima y de la feria del dolor absurdo.
Luego, al tiempo de andar, fue piedra. Piedra en la verea de los perdíos. “Fui piera y perdí mi centro y me arrojaron al mar. A fuerza de tanto tiempo, mi centro vine a encontrar”. Ese centro, ese pozo negro sin fondo, que todo aquel que se dice flamenco, para volver a serlo, tiene que obligarse a beber. Ay Narciso, tú no vengas nunca.
El flamenco va descalzo ya que nunca le vinieron bien los zapatos prestaos. Y a pecho y corazón descubierto... sin nada que ocultar salvo lo que no le importa a nadie.
Y cuestas y más cuestas porque nadie dijo que sería fácil. Digo más: nunca tendría que serlo. Patrimonio de todos, es patrimonio de ninguno. “Estoy sufriendo un desengaño, que no hay cuestecita que no suba, que no la baje llorando”.
Y dicen que todos los caminos llevan a Roma. Pues que no te importe cuántos lleven al flamenco sino preocúpate de no ser un flautista más de Hamelín, lo que hoy conocemos como un domador de ratas con dinero, sino simplemente que tu camino, como dijo el bueno de Kavafis, sea largo.
Porque viniendo de la Nada... somos Nada. “A quién le contaré yo las fatigas que estoy pasando, se la voy a cantá a la tierra cuando me estén enterrando”.
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