Iglesia de San Miguel.
Iglesia de San Miguel.

A esta no la voy a lavá en la vía. ¿ qué?¿ que me la roben otra vez?

Fue una declaración lanzada al viento y a mí. Los únicos que estábamos presentes cuando Balao llegó para abrir la puerta de la academia.

Visiblemente afectado terminó de aparcar su motocicleta, cogió un enorme candado y la aseguró como quien guarda el caballo de Troya. Digo yo que allí seguirá todavía la Cady, 30 años detrás, amarrada al miedo.

Luego fue una tarde corriente. Sucedió todo lo que estaba previsto que ocurriera.

Diez minutos después de abrir la escuela de guitarra, ni uno más ni uno menos, se presentó el sobrino de Cristóbal El Bailarín. Manué.., que dice mi tío que le mandes un guitarrista la escuela. Que va a empezá una clase.

Aquella ocasión, entre todos los jilgueros, me tocó a mí. Pura matemática. Era el único de los alumnos despachados hasta el momento y con una de esas falsetas por alegrías que entran en la cabeza y ya no salen más. Por mí ya te puedes ir tú a tu casa me dijo El Carbonero.

Es diciembre pero el sol golpea de lleno el adoquinado. Serán cien pasos mal contados hasta la escuela de baile pero me detengo a beber en la fuente. Ahora que lo pienso siempre lo hice. Me servía para calmar una sed inventada y los nervios típicos de un niño de once años. El chino porque era chino, no entendía de letras.

Bajo el murmullo de la copla, justo enfrente de mi fuente, se levanta la iglesia de San Miguel; iglesia porque sus ángeles y sus santones me aseguran que lo es pero su enorme reja negra, la que custodia el pórtico de la torre, me hace pensar que tiene alma de castillo. Si no es así... ¿por qué demonios me estalla Carmina Burana en los oídos?

Guardemos silencio. Me siento observado desde el interior del hostal hoy desaparecido. Agarro mi guitarra y abandono la plaza a su suerte. En el cielo manda Dios y en la tierra los gitanos. Y en mí... mando yo me digo los días aciagos.

Lo cotidiano me hubiera llevado a la calle Cazón. Allí vivía mi tía Isabel con gente que no logré conocer del todo pero mi instinto me lleva a la calle Santa Cecilia. Cien pasos y ya es enero.

Entro por un pasillo muy largo para llegar al salón de baile; un cuarto cubierto de espejos que traga realidades y escupe sueños. Tócate un poco por soleá. Despacito que están empezando me dice el maestro.

Aquel entonces no lo sabía ni tenía porqué saberlo. Hoy sí: siempre es empezar, de nuevo.

Al barrio de San Miguel y a mis maestros.

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