Imagen del campo en Polonia. FOTO: SANTIAGO MORENO.
Imagen del campo en Polonia. FOTO: SANTIAGO MORENO.

La frontera de Polonia con Chequia está tejida por cientos de campos de cereal alto. Tallos dorados y limpios que en julio llegan a tener la altura de un niño. Un cortometraje del gran Baltin Kenyeres, durante una de esas tardes tórridas de verano, me enseñó que sirvieron como refugio improvisado para los perseguidos.

Psss. Bajo el volúmen de mi radio. Reduzco todo al silencio. Lo hago para ver en sepia –entre los primeros rayos de este jueves– a un reguero de cabezas temblando junto a las espigas del trigo. Todas conservan –no por mucho tiempo– su perfil judaico: frente despejada y nariz apuntando a los zapatos.

De repente blanco y negro. Algo las está obligando a hundirse lentamente en el mar de la hierba que hasta hace un segundo era de oro puro.

Es un camión. Un camión lleno de soldados rasos y de odio que sin esfuerzo consigue sobrepasarme para echarme a la cuneta. Nazis. El tiempo me pone a salvo de éstos pero sólo la palabra me hiela la sangre.

Descienden de la camioneta con sus fusiles invisibles para cortar la carretera y la vida. Nadie de los que estamos detenidos en la autopista dice nada. Nada, que en muchos casos, significa muerte.

Los soldados, apretados en un puño gigantesco sobre el arcén alzado, comienzan a disparar balas y mentiras; plomo que golpean y hacen estallar sienes, brazos, ojos, vientres. Las mentiras nazis, en cambio y de forma estudiada, van dirigidas a los habitantes del pueblo de Swierklany. Desde mi asiento se aprecian sus tejados bajos. Aquellos que han cerrado las ventanas son sus creyentes. Se sabe que no hacer nada, en la mayoría de los casos, significa muerte.

Los gritos de la carne viva y el sonido de los huesos rotos dan paso al murmullo de los cuervos. Negro sobre negro.

Bajan exhaustas las sombras humeantes, a paso de cortejo de difuntos, para adentrarse, nuevamente, en los fondos del camión. Antes de partir, un obeso sargento dibujado por las manos de Scalarini, nos obliga a abandonar el lugar; un lugar donde ya no queda campo ni cereal. Solo un viejo mundo en vertical, con heridas de norte a sur en tinta china, que amenazan con destripar al cielo. Somos partidarios de la discriminación gritan los reclutados por Abascal.

Enciendo el motor y con él aparece el violín de Pearlman en Schindler's List.

Llevo recorridos doscientos metros pero no alcanzo a poner la tercera. Es punto muerto o morir. Decido. Revoluciones a cero mientras en el cristal roto de mi retrovisor, entre las espigas del recién parido desierto, observo cómo brota la cabeza viva de un niño. Un niño con miles de nombres sobre sus espaldas.

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