Dos Torres. FOTO: SANTIAGO MORENO.
Dos Torres. FOTO: SANTIAGO MORENO.

Nadie me dijo anoche en el hotel que aquí, en Cracovia como en toda Polonia, se hace de día a las cuatro de la mañana. De saberlo hubiera echado la persiana y cerrado, a cal y canto, la ventana de mi habitación.

Pero son las cinco de la mañana y ya es tarde -como lo fue para Kafka- para frenar esta metamorfosis polaca que estoy padeciendo. Sal a la calle me grita una voz desde el interior. Sal o muere dos horas más sobre este colchón de hotel barato.

No me agrada la idea. Para nada.

Abandono las dos estrellas y Krakow a esta hora bulle cuando en Jerez los más valientes se desperezan.

Pegado a la vía del tram sigo a la borrasca. Es una de esas tormentas de verano -que ya no vemos por aquí- y que va dejando a su paso un paisaje secuestrado por el aceite de linaza.

Leo Mleczny. He tardado en toparme con uno de esos bares de leche. No están, como muchos dicen, abarrotados de soldados rusos ni de obreros grises. Hay una dependienta, que sabrá inglés, barriendo la puerta del local. No sonríe pero tampoco tiene rostro de seis de la mañana. Se lo agradezco.

Ahora me pienso y sólo tengo en mi cabeza el ruido de los coches cuando me adelantan. Nada de voces humanas. Extrañamente la mía tampoco. Lleva más de una hora apagada cuando debería estar pegándome alaridos de espanto. No cabe otra cosa. De mi cuerpo nacen patas que quieren abarcar el país entero.

Dos Torres. FOTO: SANTIAGO MORENO.

Tras una hora de marcha llego al centro de la ciudad. Observo a Cracovia rodeada de un parque con nombres de poetas en sus bancas. Bohdan Zaleskiseñala uno en hierro lacado. Echo un vistazo urgente al mapa. Odio señalarme como extranjero. Y Krakow se me presenta como una isla habitada por el último Robinson y vivida por los miles de turistas que venimos a invadir su adoquín viejo.

En lo más profundo de su montaña vive un dragón y yo loco por desayunar. La boca me sabe a acetona. ¿Seré yo o me queda poco para invertebrado?

En su plaza, la más grande de Europa, han cabido ejércitos enteros. Ahora veo, en parte aliviado, cómo levantan puestos de flores. No huelen -no importa- pero alegran la mañana a las cientos de palomas que se acercan a beber a la fuente.

Me reconforta tener ya la certeza que acabaré convertido en escarabajo. Palpo mi pecho endurecido por la poca vergüenza ajena. No. No seré paloma. Mucho mejor porque soy de esas personas que les viene bien tener los pies en el suelo.

Algo cae desde el cielo con la misma fuerza que tiene una vela abierta por el océano; algo que estalla a diez metros de mí. Es un muchacho -roto en mil pedazos- de unos seiscientos años de edad. Es hermano -lo sé porque así lo dice la historia- de otro tan joven como él que alcanzó a ganarle la apuesta.Quién consiga hacer la torre más alta gana se dijeron. Y la basílica, desde entonces, cada mañana se queda manca y huérfana. No siempre a la misma hora. Depende del momento en el que se le anuncia al pobre que no existe el perdón.

Y mientras tanto.., Kafka y yo preocupados por nuestras antenas de bicho invertebrado.

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