Una imagen de Milán.
Una imagen de Milán.

Gira mundo sopra o vento, Me leva para Lá e para Cá. Los hombres mantienen a raya la violencia invisible de la capoeira. Las mujeres, en cambio, dejan ir a sus cuerpos y golpean con todo. Tanto que el reflejo del velero estancado en las aguas de la Darsena como los nuevos alumnos de la escuela de lucha tiemblan con cada patada.

Milán hierve. Hay chicos pescando en el Naviglio, muchachas besándose, soldados con metralletas y plumas y paso tranquilo. No se puede estar ajeno a ella aunque unos cartelones enormes de publicidad y un ejército de luces colgantes me teletransportan a uno de los numerosos puentes que todavía estarán sobrevolando el río Naka en Fukuoka. El mundo no es un pañuelo. El mundo —me digo— es un reflejo.

De improviso vuelvo a tener mi bigotillo de mosquetero y mi mp3 enredado al asa de mi mochila; empiezo a oler a tofu..., un olor que doblega el de la marihuana italiana importada del único rincón pacífico de Libia; observo a los coches y descubro que todos son idénticos en cualquier parte del planeta —son cajas de hierro para vivos donde se nos acaba el tiempo— con la única excepción que mientras en Italia se grita desde el interior Va fan culo en Japón se tararean canciones en inglés.., siempre con las ventanillas cerradas.

Voy a comprar cerveza. Será la única cosa que me devolverá mi noche italiana. Pero imposible.., una señora de los Andes me mete por los ojos una birra brasileña llamada Skol. Que tenga una buena noche señor se despide la dependienta. La está siendo me convenzo aunque para no distraerme evito pasar por el mismo sitio que me ha llevado a viajar a Fukuoka doce años atrás. Gira mundo sopra o vento. Por fortuna, la nueva ruta reafirma la idea con la que salí a la calle: que soy feliz.

Tal vez no es una de esas felicidades llenas de paisajes y palabras nuevas como Aisteru que casualmente siempre me sonó a Histeria pero que no sé cómo calmaban esa sed mía de aventura a cualquier precio. Es verdad que duele saber que posiblemente ya no alcanzaré a vivir en el ojo de los volcanes. De hecho, jamás olvidaré mi primera tarde en Tokio. El terremoto me sacó de la cama y me lanzó a la ventana de un trigésimo cuarto piso para obligarme a contemplar un monte Fuji que a cientos de kilómetros danzaba para mí. Pura poesía.

Esta noche milanesa, en cambio, sólo tiene asfalto y ventanas, cables colgantes para los tranvías y escaparates de negocios desesperados. Nada en particular. Nada que pueda indicarte que estoy en el lugar adecuado y el momento preciso aunque déjame contarte...

Antes de la capoeira, del puente de madera, del velero ahogado, de mi forzado viaje en el Tiempo.., me crucé con una muchacha en una calle en obras. Vendría de un largo día de trabajo en la oficina o donde estuviera dejando su vida. Caminaba muy seria hasta que se detuvo frente a su portal. Lo sé porque llamó y el sonido del timbre de su casa salió volando por un enorme ventanal que estaba abierto a la andaluza, de par en par, sobre nuestras cabezas. Fue escuchar el telefonillo y el gritó de alegría de una niña en el interior nos alcanzó de lleno: Mamma!

Ambos —puros desconocidos— sonreímos. Ella por saber de su hija y yo por acordarme del mío.

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