Un dibujo de una mujer, atribuido a Van Gogh.
Un dibujo de una mujer, atribuido a Van Gogh.

Todos tenemos nuestra hora..., esa hora en la vida en la que los huesos deciden rendirse; las mías coincidían —porque ya no me lo permito— cuando caminaba hacia La Vega en dirección a la escuela de guitarra. Siempre en verano y cuando a mi reloj le quedaban minutos para atravesar el cinco.

Con el sol pegando de lleno en el cogote y el agua de la fuente de Las Angustias ya en los talones yo era de buscar la estrechez de la calle Levante y los recovecos de los viejos muros de la plaza de Abastos para asegurarme el hilo de sombra con olor a tripas de pescado.

Cuarenta y tres grados al sol era lo que marcaba un moderno rótulo cuando me quedaba sin resguardo. Soberano es cosa de hombres se anuncia en letras granas y ella frente a la cristalera del bar echándole cara al sol y a la soledad con un pitillo en la mano.

Con mis once años cumplidos —que equivaldrían a los siete de un jerezanito del centro en temas de timidez y a 16 en asunto de heridas y mentiras— no acertaba a conocer el motivo de estar allí bajo el imperio del sol. Nada por aquí..., todo por allá.

Ella se dibujada con un roete eléctrico la mayoría de las veces y las menos con su melena suelta —quemada como sus ojos— dejándola descansar sobre sus hombros.

La boca a lo artista. Pintada de rojo desde el primer café de la mañana. Un pantalón vaquero ajustado a las carnes y al alma que le restaban años cuando estaba de frente y le añadían miseria cuando se me ponía de perfil como se me colocan todos los pájaros que he visto a lo largo de mi vida.

Ella, en cambio, con los hombres parece ir de frente. Les susurra cosas desde la distancia tanto con la lengua como con la punta de los pies pero sin exigirles nada. De hecho, parece que la estoy viendo y creo que se regala sin pedir nada a cambio.

Con los euros y las caries aún lejos suenan las pesetas a sus espaldas; con las colillas que tiran a su alrededor podría formarse una pira tan alta que las llamas llegarían al techo del cielo sin dificultad; el anís no ha variado de color en siglos; canta a ratos por Las Grecas para atraer la alegría como la pobreza hace con la esperanza.

Me ha visto. Me ha visto pero tengo once años. Tal vez cuando tenga cinco o seis años más me dirá eso de saca la guitarra y tócame un rato aunque sea sólo para tratar de arrancarme del pecho, como tiene que hacer con cualquiera, uno de esos cigarrillos que no fumaré.

Aunque ahora que lo recuerdo ya te he dicho que no era de pedir. Sólo le vi hacerlo una vez, juventudes después en la Plaza del Banco, a una vieja amiga mía.

"Niña, hoy no tengo fuerzas ni pá cantá", le dijo de mujer a mujer sin saber que mi amiga hubiera podido escucharla como se escucha a una madre.

No sé. No sé los meses, quizás años, que tardé en averiguar a lo que se dedicaba. Seguro que demasiados.., aunque ciertamente la profesión de morirse, para su desgracia, todavía no se conocía en mi barrio.

Dedicado a ella.

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