Juan 'el de los claveles'.
Juan 'el de los claveles'.

No conozco a nadie que ande más tiempo con las flores. A nadie, claro está, que no se gane la vida con ello.

Porque Juan, aunque parezca lo contrario, no se saca sus pocos cuartos tirando de sus prestados claveles granas; las flores son simplemente su carta de presentación como cualquiera de nosotros tiene una tarjeta de cartón guardada en los pozos de la cartera al letargo de una oportunidad que en este Jerez, de secano y levante, pasa de higo a breva. Él, como buen domador de salvajes con DNI, gana sus euros de calderilla ayudándose de una atropellada gramática de dos verbos —comer y fumar— y tres piropos. Y si ve que no le alcanza te cuenta uno de esos chascarrillos de barrio donde el único protagonista siempre acaba siendo él. Para qué contar la vida del otro si se tiene a rebosar la propia.

Y con Juan sucede como con la jacaranda de la Porvera. Todos la niegan pero nadie, curiosamente, quiere que desaparezca. Es verdad. Tengo estudiada la cara de desagrado que ponen los que fuman, los que charlan, los que conspiran, los que se enamoran.., cuando él se acerca a ellos con su clavel de estraperlo. Mayoritariamente le responden con un no rotundo o un cigarro a regañadientes pero cuando Juan se aleja de ellos —a veces para siempre— no tarda en florecer en los mismos rostros de antes esa alegría contenida de aquel que ha visto el mayor espectáculo de todos los tiempos pero que no sabe explicar.

Debo de reconocer que aunque ya se ha hecho con mi cara —soy una de esas cabezas que besa cada dos por tres— tampoco soy de darle el eurito de turno. No porque diga el bulo jerezano que no los necesita sino simplemente porque observo que muchas veces —con las tormentas que me nacen en el pelo no es complicado— va mejor peinado que yo.

Hablando en serio, pienso que como cualquiera de los que habitamos en este mundo con desagües sólo precisa de un Hola en condiciones y dos palabras que no se refieran al tiempo. Y conociendo a Juan, lo poco que lo conozco, creo que ni siquiera eso.

¿Qué le puede faltar a aquel que es capaz de contemplar un mar en los adoquines de la Plaza Esteve?

No ocurrió hace mucho. Serían los últimos días de invierno cuando lo vi sentado en el borde de la acera, de espaldas a La Vega, asomado al océano. Tenía su pantalón remangado a la altura de las rodillas, la camisa desabrochada y el clavel rojo descansado sobre una de sus orejas. Dudaba en lanzarse al plomo del mar porque sabe que los coches, como los días, jamás dejarán de pasar.

De repente cogió aire con todas sus fuerzas para quedarse en un suspiro y en el mismo suspiro se lanzó al vacío.

Fue increíble ver cómo nadaba, suspendido en el aire, sobre el asfalto. Como maravillosa la forma que tuvo de traer el mar a los pies de la misma iglesia de San Francisco.

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