Paco de Lucena.
Paco de Lucena.

Sucedió cuando era un niño porque niño de alma murió. Se fue un noventa y ocho, a finales de un siglo, justo como hice yo cien años después. 

Esa noche de verano, otra más de tabaco y aguardiente, de cuernos y estocadas de semen y saliva en lo más jondo de la carne, el guitarrista al que todos conocían en el tabanco como El Águila debía de obrar un milagro si quería arrebatarle el espacio a un muchachillo de Lucena, recién llegado a Málaga, que le estaba birlando la gloria y lo que era peor.., el pan y el aplauso de cada día. 

Este niño no se pué aguantá se murmura en el patio de la enea, donde el humo de los cigarros es el oxígeno de los noctámbulos, donde se malvenden besos y caricias por migajas de dudosa humanidad. Niña, quietecita aquí le dice el señorito a la hembra, el mismo que le está cacheando las piernas con manos sudorosas y hambrientas, cuando la mujerona que tiene en su regazo, la nacida en Antequera unos treinta otoños atrás, suma vejeces que la propia muerte se niega a recoger. 

Mientras tanto, en el local sigue retumbando la última ovación al guitarrista cordobés. Eso qué ha sío pregunta el dueño del local a los espíritus caídos que noche tras noche se acercan a su añejo mostrador. El Águila, herido de sombra en el extremo más sombrío de la barra, permanece atento a cada comentario que provoca el genio de las cuerdas. Y ahora me toca a mí. Ahora le toca actuar cuando desde que llegó el nuevo ha olvidado lo que es y lo que quiere. Sólo retiene en su maltratada cabeza un apodo, el suyo y que se lo puso un compañero de fatigas, y el número de su casa donde convive con sus demonios cada madrugada. 

El escenario, un tablón con dos sillas, se emplaza en el rincón más sombrío y apartado del establecimiento aunque se hace sentir y ver por los numerosos carteles taurinos que cubren sus muros. Por sus carteles y la imponente presencia de Amapolo. Así llamó el ganadero a su morlaco zaíno que ahora tiene la vista congelada por dos placas de marfil sucio. Observo que una araña ha encontrado su hogar en las oquedades podridas del hocico. 

Con dificultad se sienta Francisco Reina, el maestro de la bajañí, o El Águila para aquellos que no lo conocen. Lo hace y no pide silencio. Pá qué se lamenta mientras lucha por afinar su guitarra en el bullicio y aplacar sus manos que tiemblan como relámpagos. 

Hoy me van a escuchá. Y muy despacio, religiosamente, se ciñe unos guantes que ha ido sacando de sus bolsillos como por arte de magia. Con ellos y el reto de sacarle unas notas a su guitarra tratará de recuperar su lugar en el tabanco. Si me dejan de contratá, me muero teme el hombre. 

Arranca su soleá. Amortiguada por la piel muerta de los guantes se antoja un salto al vacío desde una cascada sin agua pero la gente, la corriente, siempre aprecia el valor de los suicidas. Tal es que aún no ha acabado y el gentío premia su descaro con una cerrada ovación que provoca en el guitarrista una enlutada sonrisa. Son hermanas la tristeza y la alegría. 

Paco de Lucena, presidiendo la mejor mesa del tabanco, disfruta de la escena. La goza porque sabe que él no es como El Águila, o como otros que deben de consumir su existencia merodeando lo efímero y lo pasajero, sino que él vino para ser eterno. Él vivirá para morir convertido en dios aunque lo que desconoce –porque los dioses lo desconocen todo- que fallecerá en la plenitud de su vida. 

Muy bien le dice a Francisco cuando se lo encuentra en su camino porque ahora es el turno del cordobés. El respetable calla. Aparta niña y el señorito echa a la mujerona de su regazo. El dueño del local deja de servir. Después señala a los borrachos, a los que dejaron de creer en dioses y paraísos. 

Se cuadra el genio bajo el minotauro que los centauros llaman Amapolo, se descalza, se quita un calcetín y se lo coloca en su mano izquierda, la del mástil. Hay quien dice desmayarse entre el público cuando todavía no ha rasgado las tripas de la guitarra pero en el silencio se va imponiendo una música. Es una pieza sin nombre pero que tiene el milagro de contener todas las almas difuntas allí presentes. La ejecuta sin que le cambie el rostro aunque algo tiene que estar sucediéndole dentro. El público estalla ante la presencia de su nuevo dios. 

A Francisco Reina, al maestro Águila, poco le importará a partir de hoy la gloria. Hace minutos acabó de entregar su vida para no volver y justo después, del aplauso y de su merecido trago de vino, empezó a saberse nuevamente mortal. Dolorosamente mortal, como uno de tantos, pero excepcionalmente con billete de vuelta a la vida. 

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