Una visión aérea de Tarifa.
Una visión aérea de Tarifa.

Dicen de Tarifa que vuelve locos a las personas. 

Que su viento perpetuo zarandea por las calles a los bohemios que no saben tener los pies en la tierra; que su levante hace infelices a los que nacieron alegres al traer de las serranías de Marruecos las leyendas y cuentos más tristes; que ese mismo viento violento y eterno atraca en sus playas cada madrugada para remover, sin piedad alguna, los sueños de los tarifeños para convertirlos en pesadillas.

Y claro que puede ser cierto. Basta que una persona lo crea. Pero también me consta —como consta en los papeles mojados— que hay locos en el otro lado del mundo que sueñan con sus orillas para alcanzar con ello algo de cordura y paz en sus vidas.

Tengo la imagen de un potro blanco clavada en mi retina.

Es muy de mañana y el caballo tordo trota sin miedo por las pozas de agua salada que el mar ha dejado en la noche. Lo hace pacíficamente a treinta metros de mí y a cincuenta de un mar en retroceso. Justo detrás de él, como telón de fondo, se levantan de forma urgente varios bloques de pisos descalichados. Los muros, como sus persianas, están revestidos con la misma piel del potro: un gris impregnado de nieblas.

El caballo a su vez, con sus orejas gachas, me está mirando. Lo hace para observar a un muchacho con calzonas naranjas que se encuentra a pocos kilómetros de cumplir, más por orgullo que necesidad, una extraña sinrazón de niño poco escuchado: ir a Algeciras para observar el tercer mundo.

Me pregunto qué nombre recibirá el sonido que hacen las banderas cuando enloquecen con el viento. Porque me dolería que lo redujesen simplemente a llamarlo ruido.

No.., no te extrañes si hablo ahora de banderas. Lo hago porque era de un rabioso azul la que sonaba salvajemente por encima de mi cabeza. Un azul marino que no podía estar hablando de esa Europa de quince o veintisiete estrellas doradas. Lo sé porque Europa, por muchas palabras y banderas que tengamos para anunciarla, está tardando en existir. Es humo.

Y seguirá siendo humo mientras el potro blanco —llegada la noche— siga convirtiéndose forzosamente en un bebé moribundo en los brazos de una madre o en una muchacha hecha jirón y agua o en un hombre llorando a su familia o en un niño inmóvil con la mirada puesta fijamente en el centro de la Tierra.

Y todavía se atreven a decir algunos que Tarifa enloquece a las personas.

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