Cádiz en una imagen antigua.
Cádiz en una imagen antigua.

Uno siempre recuerda la primera vez salvo que el olvido sea necesario. En este caso —y para llevarme por una vez la contraria— no hizo falta.

Recuerdo cómo llegué a Cádiz por el puente viejo para contemplar, entre los temblorosos hilos de los pescadores del Carranza, las luces sonoras de una verbena.

Hoy, con tanto ruido, no vamos a cogé ná leo en los labios de uno de los marineros colgantes. Ni una mojarra.

Se nos acaba el puente y el aire, sin avisar, traen la sal y el tabaco para espantar los miedos propios —o impropios— de un niño..., que van desde caer al fondo marino a quedarse sin el algodón dulce que compra el verano.

Portarse bien o nos vamos pá Jeré decreta mi madre sabiendo mi hermano y yo, de antemano, que volveremos a casa soñando cada uno por su cuenta. Él con mis pies junto a su cabeza.

No se puede dejar el coche más lejos. Un poco más y tiene que andar mi hermana María, con sus tacones de flamenca, sobre las aguas de Cortadura y entre los cadáveres flotantes de los jóvenes soldados galos que no tuvieron tiempo de aprender a nadar.

No pasaron de aquí dicen los libros de historia. Y digo yo que los pobres no alcanzaron a vivir más de aquí.

Un platillo volante  aparece por encima de las naves del polígono industrial; un platillo volador tripulado por una señorona con permanente y gafas de pasta —de esas que nacen viejas— y por un niño de tres años que no para de lanzar besos a los humanos que estamos con los pies en la tierra. 50 pesetas es lo que cuesta ser extraterrestre durante cinco cortos minutos.

Mira qué bonita está, y cómo reluce mi Cai, sobre un cachito de tierra que le han robaíto al mar está cantando un jerezano, diez minutos después, de espaldas a La Caleta.

Has venío a lo justo Mariquilla. Y María que ya no escucha a nadie subida en aquel escenario clavado en mitad de la nada, en aquel llano robado al mar y a los Astilleros.

Desde las piernas de mi madre —si la memoria no está jugando conmigo— podía observar cómo flotaba la isla de Quiñones y de cien mil almas más.

De repente se me hizo todo oscuridad y silencio..., uno de esos silencios amortiguados del que hablan los muertos cuando aún no están bajo tierra.

Qué pasó aquella noche en Cádíz —mi primera noche— que al día siguiente desperté bien tarde y todavía recordaba el paso de sus nubes.

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