El escaparate de la tienda Arroyo. FOTO: SANTIAGO MORENO.
El escaparate de la tienda Arroyo. FOTO: SANTIAGO MORENO.

Ahora tendrá la edad que tenía su padre cuando a éste lo vi por primera vez frente a su pulcro escaparate de máquinas de escribir.

En su día acerté de su presencia no porque me llamara la atención —ya que siempre tuvo la desgracia o fortuna de saberse camuflar entre las tecnologías de sus artefactos italianos y alemanes— sino sólo porque mi hermana, durante sus años de instituto, soñaba día tras día con comprarse la novedosa máquina electrónica que no requería de esas tiras de corrección que dejaban el papel impregnado de un curioso olor a derrota.

Hago cuentas y rondará los sesenta y pocos. Sus hombros dan que pensar algunos más pero sus ojos, cuando llega algún que otro loco con un cachivache que vender, invitan a pensar que se ha quedado clavado en sus inocentes 30; treinta atrapados bajo una piel que jamás he visto cambiar de color..., inalterable como los rostros de sus viejos cuadros que muestra orgulloso tras el cristal de su negocio. No son Goyas ni Murillos pero como si los fuera aunque para la mayoría son pedazos de historia, de artistas hechos pedazos, a diez euros.

Lo observo ahora desde la terraza del bar y me lo imagino en la trastienda regateando aún en pesetas; sacando del bolsillo derecho de su pantalón un enorme billete azul con la reina Doña Sofía en una cara y el rey dando saltos de alegría por el otro lado; con esa cara de póker de aquellos que saben que siempre —por muchos que se le engañen— salen ganando. Y fuma como aquellos que nunca supieron cómo ni cuándo empezaron a hacerlo.

Una vez entró un negro y nunca salió” fue durante un tiempo la broma pesada de un amigo que a fuerza de no vernos dejó de serlo.

Un día, antes de que él se muera o lo haga yo y si me deja hacerlo, entraré en su tienda. Y con mis cinco euros bien trabajados, escondidos en el corazón de mi puño y con la excusa de comprar alguna baratija, viajaré sobre aquel mar de teclas de plástico que nunca escribieron nada; me detendré en las esquinas de los marcos para leer las firmas de los sabios pintores analfabetos que como mi madre nunca tuvieron tiempo de ponerse a escribir bien su nombre. Benit escribe todavía ella, en vez de Benítez, regalándome antepasados catalanes cuando me sé más andaluz que el algodón.

Una vez dentro, y si me deja sentarme en una de las sillas de tres patas que vende a precio de juguete, le preguntaré su nombre.

Sé que me hará bien saberlo como también adivino que me será suficiente porque la razón de por qué está en este mundo no tiene obligación de conocerla. Pero ni él ni nadie.

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