Ilustración de 'La Habitación', de Van Gogh.
Ilustración de 'La Habitación', de Van Gogh.

Siempre sobre las tres de la tarde —hora en la que yo ya había comido y él se buscaba las mañas para poder hacerlo— solía llamar a mi puerta. Dos detonaciones secas sin rastro de música ni alma en la madera de aquel apartamento de niño perdido de la calle Lealas. Toc -toc.

La primera fue sal.., la última garbanzos o lo que sea. Me lo preguntaba con ese aire de los que van eternamente de paso; sin huellas de modales y con señales de urgencia en sus ojos. Recuerdo que cuando me reclamó la sal observé que tenía hambre de palabra. En cambio, cuando me pidió garbanzos tenía hambre a secas.

¿Sal? Voy a ver le dije. ¡Qué demonios! Todo el mundo tiene sal en su casa. Abunda en los hogares de los pobres. Y dejé la puerta abierta.., regalándole la visión de un sofá con aires morunos, una mesa de playa y una televisión diminuta con su antena apuntando para Europa.., nunca para el Atlántico.

¡Sal! Como el que había descubierto América. Y le eché un buen puñado en el fondo de una hoja de papel de aluminio que se llevó a su cuarto sin rechistar y sin decirme gracias siquiera.

Cerrada la puerta regresé a mi mundo de amores rotos, casera blanca tintada con vino malo y poemas que nunca verán la luz.

Así fueron pasando las semanas y los meses. Todas encuadradas en un ciclo vital, particularmente extraño, de idas de mi vecino a mi apartamento y pequeñas entregas que yo podía permitirme. En una casa donde no sobran los manjares.., al menos debe sobrar el pan.

Se fue viviendo hasta que una madrugada en la que yo no cogía el sueño porque me cogían y hacían luz de mi carne.., él llamó a mi puerta. Serían las tres de la mañana.., justo después de las patadas que propinó al endeble tabique que nos separaba.

Cállate le dije a ella. Calla porque está loco. Le tengo miedo le susurré. Fue decirlo y la muchacha comenzó a reírse pero esta vez tapándose la boca para impedir que se le escapara la alegría. Apuesto que aún tendrá en su mirada los últimos alientos que guardan las velas antes de apagarse.

Otra patada al muro. Baammm. Tembló la casa y el cielo de Agosto. No vayas me suplicó cuando vio que me vestía para ir en su busca. No vayas.

Fue la única vez que llamé a su puerta. Cuando decidió abrirme un golpe de aire caliente, sucio y pesado, me abofeteó la cara para nublarme las pupilas. En oscuridades semejantes -pensé- se nutre la muerte.

Detrás de la sombra que se alzaba delante de mí pude intuir un pequeño escritorio invadido por los paquetes de pañuelos que vendía a cambio de la voluntad, varios sobres de sopa y un pequeño hornillo con un cazo a medio pudrir.

¿Pero qué pasa? ¿Y esos puñetazos en la pared? / Lo siento pero no puedo dormir / No tengo culpa de que las paredes sean tan... /

Ahí me detuve. No pude articular una palabra más. Podía haberme tirado un siglo y no hubiera servido de nada porque simplemente él ya no se encontraba allí. En aquel cuarto oscuro, sin ventanas, malvivían los últimos pedazos de un hombre que ahora que recuerdo, días antes, había dejado de llamar a mi puerta.

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