La plaza de las Angustias, lugar donde se ha producido un nuevo caso de violencia de género.
La plaza de las Angustias, lugar donde se ha producido un nuevo caso de violencia de género.

Son sólo diez. Los diez únicos segundos que tengo de él. El resto de encuentros, esparcidos a lo largo de estos años, parecen clonados de esta escena que ahora trataré de narrar sin levantar mucha polvareda. Polvo eres y en polvo te convertirás.

Los autobuses no paran de pasar. Letreros blancos de plástico y otros de papel y última hora indican sus destinos diarios. Circunvalación era una de esas palabras extrañas que parecían hablar de lugares en el extranjero.

El águila de acero de la plaza parece querer echar a volar. No sé si para huir definitivamente al otro lado del océano o para coger por los pelos a alguna de las charlatanas que se entregaban al palique junto a la fuente. No chupes si no sale agua me solía decir mi madre. Ya beberás en casa. Siempre era una hora después, que era lo que duraba el viaje al fin del mundo.

Acaba de aparecer por mi horizonte derecho, por donde arreglan los zapatos de salir.

Él sabrá para qué quiere esos dos botones de la camisa que lleva desabrochados. Un enorme pero cuidado mechón de pelo le asoma por el pecho. Oscuro como los nombres oscuros y las palomas que dicen borrá.

Una ruidosa vespino azul manejada por dos niñatos toca el pito al pasar junto al hombre. Él responde al rayo con un anónimo gesto en la boca.., como si tuviera restos de comida entre los dientes.

Ya camina bajo los naranjos que sé enfermos. El pulgón acabo de escuchar de un anciano con cara de infinito. Yo que tengo miedo de casi todo me dejo caer en la fachada del Bohórquez o del Domecq. Niño, que sepas tú que todos los señoritos vienen del mismo sitio. Así hablaba Juan, el que estuvo en la guerra.

El pantalón de pana rojo que viste y su andar marcialmente alegre lo están convertido en soldado de copla y caja de mantecados. Uno de esos que jamás apretarían el gatillo aún teniendo, como puedo observar, el peso de mil ojos apuntándole la nuca.

Su ojo egipcio, el izquierdo y ligeramente más pintado que el derecho, tiene tintes de perdiz. En la barriada de España hay un señor que tiene encerrada a una perdiz en una pequeñísima jaula de alambre verde.

Cinco segundos más y se perderá por la calle Molineros. Cuesta arriba.

Nadie le pregunta pero muchos hablan de él. Lo percibo en los silencios de los que se nutre la infamia, en las pupilas dilatadas de las ancianas que van a misa los domingos, en la pose del vendedor de muebles que acabará cerrando veinte años después.

No puede ser posible que estemos aquí para no poder ser dijo Cortázar. Quién sabe si lo comentó pensando en mi soldado inofensivo de talle alto o en otros tantos como él que una noche, siempre fue de noche, se atrevieron a andar en la acera de enfrente.

O quién sabe si nunca lo dijo Cortázar y fue aquel hombre que ahora veo doblar la esquina con treinta años más de los que vino.

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