Nagasaki, en una imagen de flickr.com. FOTO: basti_m28
Nagasaki, en una imagen de flickr.com. FOTO: basti_m28

Mi madre nació el mismo día que estalló la bomba atómica en Nagasaki.

Así fue hasta que me informé, entre las hojas de esas pesadas enciclopedias que rondaban las estanterías más bajas, de que estaban equivocados. La carga había explosionado un día antes de la venida de mi madre en las entrañas de la calle Cazón.

Creo que fue mi padre, durante los días que se iba la luz a causa de la lluvia, el que fue tejiendo esta historia de curiosas coincidencias. Tendría tres o cuatro años. A veces me tumbaba en la hierba, bocarriba, y los veía pasar. Eran enormes y muy oscuros y eran tantos que cubrían el cielo.

Mi padre tira de memoria. Tenía cuatro años cuando los americanos decidieron lanzarse sobre Europa y aunque pueda equivocarme me atrevo a decir que muchos de aquellos pajarracos negros acabaron en Japón semanas después.

Un Japón que curiosamente tuve la suerte de conocer y de padecer.

Santiago -ella me decía Santiago- mi familia vivir en Omuta me dijo nada más aterrizar en Fukuoka después de un día entero viajando. Tenemos que ir declaró rondando la orden y el ruego. Te esperan.

Era la primera vez que me habló de su pueblo; un pueblucho industrial que mis miedos convertirían en prodigiosa ciudad cada vez que me tocaba ir al otro lado del mundo. Era el modo más fácil que había encontrado de protegerme de sus largas avenidas a ninguna parte y de sus claustrofóbicos espacios abiertos. Ésto y acabar, siempre a las horas de comer, en un gigantesco centro comercial en las afueras que tenía todo lo que nos sobraba en Europa.

Omuta dije entre los acordes de una canción de pop. Aquí iban tirar bomba atómica pero nublado. Por eso tiraron en Nagasaki reaccionó ella al tiempo que aparcaba su Toyota automático frente a la puerta de la casa de sus padres. Omuta volví a pronunciar -esta vez para mí- sorprendiéndome de que unas pocas nubes de verano habían salvado a su padre de morir abrasado por la explosión nuclear. Sin él.., ella no estaría aquí. Pero tampoco yo.

No me llevaría más de una semana para acabar trabajando en Nagasaki. La primera vez que entré lo hice por su bulliciosa estación de trenes; una estación repleta de paneles que narraban su día más negro. Hora de la explosión, número de fallecidos y de heridos, temperatura del aire... Todo como si no doliera.

¿Ves montaña? me preguntó con los ojos puestos en una colina. respondí. Los que vivían detrás, vivos me comentó en su castellano de Amor de Dios y libro de viajes. Aquí, todos muertos. Todos.

No recuerdo cómo reaccioné ante aquellas palabras y ante aquellas miles de personas que estaban siendo reducidas a simples espinas dorsales, ante aquellos cientos de árboles y casas que hacían arder mis ojos.

La verdad es que no sé qué hice ante aquella gente que malgastaban inútilmente sus últimas bocanadas de aire pidiendo agua. Agua. Mizu. Porque era la luna en la Tierra. Ríos enteros se secaron en pocos segundos.

Lo único que recuerdo es que sabía que mi madre nacía al día siguiente.

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