Un baile en una fiesta de las de antes para los con techo.
Un baile en una fiesta de las de antes para los con techo.

Fue mi tío Juan el que llegó a mí. Yo estaba dejado caer sobre la ruinosa fachada de la bodega. 1854. Esa mañana la entregué a la búsqueda del sol porque otoño ya sabía de lluvias. Mi tío, con su inseparable varita blanca, se dirigía a su casa con paso firme. Tito le hablé para que me reconociera en sus oscuridades. De no haberlo hecho hubieran pasado de largo él y sus historias. Santiago respondió sin dudar, al tiempo que se acercaba a mi voz. 

Tito, estás igual me sinceré. Sano. Robusto. Esta es la palabra que mejor le define. Grande y robusto como los árboles centenariosQué de tiempo dijo. Cómo está tu madre fue lo primero pero no me dejó responder. Sería la tristeza o la melancolía. Primas cercanas. 

Qué años más buenos he pasado con tus padres. Y me habló de la calle Argüelles. De los dos cuartos en aquella casa que lindaba con las vías del tren pero por dentro. Porque por fuera de aquel muro de hierro y grava se encontraban los andarríos y los campos. Subíamos a la azotea y se veían las candelas que hacían. 

1962. Son dos cuartos de Argüelles para seis espíritus. Mi tía Rafaela, la primera en abandonar el campo, era la que pagaba el alquiler de aquel pedazo de cielo en la tierra. Si crees en Dios, San Pedro El de las Llaves es mi tía Rafaela. Tiene unos ojos dulces pero muy vivos. Tanto que en ellos cabían seis vidas y las que ahora se eche a su cargo. 

Mira Santiago, siempre lo diré, fueron los años más felices de mi vida. Mi tío Juan no se esconde tras unas gafas negras. Deja ver sus ojos claros y unas pupilas que no se rinden ni se rendirán. Su voz, en cambio, temblaba emocionada. Nos poníamos a bailar y como el techo estaba tan delicao, los techos de antes, nos poníamos pegaos a la pared pá que no se hundiera. Recuerdo que me hablaron de un suelo gris salpicado por azulejos pálidos. Y tu tía Tere cantaba lo que no había en los escritos. Bien no, lo siguiente. Luego, tu pare y el que encartara. Y eso era en las fiestas y cuando no había fiestas. Eso era cuando se podía. La calle Circo, a eso de las dos de la tarde, siempre está atestada de coches en doble fila. Mi tío y yo, aquella mañana, éramos dos náufragos compartiendo la isla más pequeña del mundo. Dos lozas amarillas en medio de un mar de vehículos flotando y miradas tintadas. 

Menos mal que un abogao, uno de las familiares de la casa donde servía tu tía, porque para ser bueno tampoco hay que ser pobre, puso parte del material pá un techo nuevo. De las primeras obras que hizo mi padre como albañil. Sobrino, eso ya era otra cosa. Los ojos de mi tío son dos planetas Tierra visto desde la luna. Qué pechá de reí, Santiago. Aunque lo más curioso de tó es que hasta con el techo arreglao seguíamos bailando al filo de la paré. La costumbre, sobrino. La costumbre. 

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