La batalla.
La batalla.

Acaba de comenzar y ya nadie conoce a nadie. Es tal la locura en el campo de batalla que aquel que ayer te juró que velaría por ti y por tu alma, ahora te apuñalaría sin compasión por la espalda. No temblaría siquiera. Qué puede doler otra cuchillada más entre las miles lanzadas al aire en la ceguera.

Si no lo ha hecho ya es porque tiene más miedo que tú a quedarse solo en el campo de Marte. Pero de ti rezaría para que continúe distinguiendo, entre tus fangos y sus lodos, el color de tu uniforme; lo único que comparte contigo..., el negro de tus ropas y el miedo.

Detrás relincha el caballo de la guerra. El horizonte bajo el mar. El mar sobre la montaña. Verde, no te quiero verde.

Ya tiene nombre el primero de los caídos -podrías haber sido tú- pero sumaréis tantos al final de la contienda que nunca, si logras salir vivo, alcanzarás a recordar los apellidos del último.

Cuidado que vuela junto a tu expiración, tú que eres otro hombre sin alas, una lanza de hielo y plata. Un meteoro sobre nosotros, al mismo tiempo, está cruzando el planeta y no hay ojos, salvo los míos, para verlo. Son dos grandes heridas abiertas. Una en la carne, otra en el cielo. Qué estrella lamerá tus heridas, compadre.

Tregua grita el agua negra. Fuego exclama el arma blanca cuando en la vida, paradójicamente, no es blanco o negro. Es gris plomo.., el gris ceniza de nuestros muertos.

Clavad los alfileres en el corazón de sus huesos se desgañita el joven oficial impulsado por el odio de su dueño. Murió en su nombre escribirá el rey, tres horas después, en el panfleto de los necios. El mismo soberano que enrocado en sus viejas leyes divinas juega gratuitamente con tu vida y la de los tuyos.

Pero bueno está lo que no tan mal acaba. Jaque mate al rey. Ahora, hijo mío, descansa.

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