Renoir y sus bailes.
Renoir y sus bailes.

La mesa que habían montado para nosotros, para esa tribu de niños que nos conocíamos de sobra pero que aún no sabíamos casi nada de nosotros mismos, era básicamente una puerta sobre dos borriquetas encostradas de cemento.

Una agujereada sábana blanca, que en sus tiempos tuvo que vestir al mismísimo fantasma de Canterville, escondía como mejor podía las patas sucias de los andamios y los arañazos en la madera. Pero qué nos importaban las cicatrices de la mesa, la potencia de la bombilla colgada de dos cables pelados. O qué podía tener de malo o de bueno el improvisado patio de butacas que nuestros padres habían levantado con cajas de refresco. Nada debía importar porque así nos habían educado. Tan solo, y eso sí era cosa nuestra, queríamos ser más, más hombres o más valientes o más amados, con respecto a cómo habíamos llegado hasta esa noche.

Yo, por querer, quería mi primer baile. Para eso tenía a mi amigo Sergio Dalma con su Bailar pegados que conseguía derretir hasta el último de los hielos de la palangana. Lo tenía a él como mi inocencia de doce años me tenía secuestrado a mí. Porque podía conocer su nombre —Isabel para más señas— pero no sabía cómo llegar hasta ella y eso que el cuarto de los milagros no eran más que quince metros cuadrados de verde botella y papel marrón gastado, como el color de los ojos de las viejas de mi barrio.

Mi hermano era otra cosa. Nada más aterrizar se hizo con su pretendida entre Caseras blancas y patatas onduladas con sabor a jamón. No olvido a su mano derecha, siendo zurdo cerrado, caminar con todos los permisos por debajo de lo que marcaba el cinturón.

Cuando la timidez me daba una tregua y una esperanza llegaba La Década Prodigiosa para poner las cosas todavía más complicadas. Porque aunque no era muy despierto en las artes amatorias, de refilón y rendija tenía conocimientos de La Emmanuelle, no había que ser muy espabilado para darse cuenta de que aquella histeria colectiva con La Década no ayudaba a mi despistado Cupido.

Pero qué verdad que la vida siempre nos guarda otra oportunidad. De repente, cuando quemaron la cara A de la cinta, arrancó nuevamente Sergio. Acaso sería su vigésima cuarta actuación esa noche aunque para mí era la última ocasión.

Tú bailando en tu volcán y a dos metros de ti me levanté de mi asiento, una caja vacía de Fanta Limón, y le pregunté si quería bailar. Me sacaba una cabeza y un año. Lo suficiente para que a ella le olieran los hombros a colonia y a mí me sudaran las manos. Y cómo bailaba ella que el techo se me hundía y los pies se me ahogaban de gusto en el ajedrez del suelo.

Pero no llevaba ni dos minutos cuando mi hermano salió huyendo del cuarto. Me mato empezó a gritar despavorido. Me mato. Y la barriada, que por entonces era una pequeña isla de cemento en mitad del llano, se le fue quedando atrás. No me lo pensé.., salí corriendo detrás de él como alma que persigue a su propia alma. No te mates le suplicaba entre lágrimas hasta que derrotado se dejó coger antes de llegar a la imponente muralla negra de eucaliptos. Siempre tuvo miedo de lo oscuro.

No me quiere consiguió decir. La Vane no me quiere. Se me partió el corazón. No por él sino por mí. Cuando regresamos.., medio barrio nos estaba esperando frente a la puerta del local.

Llegó, la vio y no le dijo una palabra. Orgulloso, con los ojos encendidos, se fue a casa a dormir la espantada. Esta vez no fui detrás de él. Yo tenía viva la ilusión de quedarme con Isabel aunque nunca más supe, sería por eso que llaman juventud, volver a sus brazos.

Dedicado a los jóvenes del covid.

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