La opulencia informativa a la que nos vemos expuestos cada día ha suscitado un cambio en nuestra manera de percibir: no hay tiempo para escuchar y observar; ahora oímos y vemos. Estamos perdiendo el sentido crítico ante los contenidos que nos ofrecen los numerosos medios de comunicación: nos quedamos en los titulares o con los datos más banales y, con eso, a polemizar en redes sociales que son dos días. Además tenemos el factor tiempo: vamos tan deprisa por la vida que cada vez estamos más lejos de la realidad.

Probablemente por estos motivos nadie se percató (hasta varias horas después) de que aquel hombre tumbado en una acera no pernoctaba allí como tantas otras noches, sino que había fallecido. Sucedió en Cádiz hace unos diez días y resultó ajeno a la mayoría de espacios informativos de radio, prensa y televisión. Podríamos justificarlo en la idea de que hubiese sido una muerte más de entre las que visitan nuestras pantallas cada día. Una muerte sin identidad, anónima. En el caso de que le hubieran dado eco podrían habernos vendido que esto es lo habitual en una situación de crisis como la que atravesamos y que las personas que viven en estas condiciones están destinadas a que el final de sus días sea ese. Y, de paso, nos contarían que se les llama invisibles porque siempre es más fácil catalogar a la minoría que decir que vivimos en una sociedad ciega. Y sorda.

Días después de este suceso, en la jornada de las personas sin hogar —a la que sí se dedicaron minutos televisivos—, escuchaba el testimonio de un hombre que narraba que lo peor era la indiferencia, el no poder compartir con nadie su situación y emociones, la soledad obligada, aunque a ratos encontrase el calor de las personas que colaboran en los comedores sociales. Me trasladó su intervención a la tercera historia que cuenta el monstruo de Patrick Ness (y, por ende, el de Bayona): “Había una vez un hombre invisible que se cansó de que no le vieran. No es que fuera de verdad invisible. Sino que la gente se había acostumbrado a no verlo. Y si nadie te ve, ¿se puede decir que estés ahí?”. Lo están y solo buscan la manera de salvarse, como el niño de la historia.

Las palabras de este hombre no eran un reproche y tampoco se dirigían a los gobiernos locales, autonómicos o estatal que aparentan no poder hacer nada por quienes lo han perdido, o están perdiendo, todo. Pero sí eran para nosotros: para los que ya solo vemos y oímos, para los que nos hemos dejado acostumbrar a estas situaciones que no pueden ser lo habitual en ningún país, menos aún en este que tantas veces se vanagloria de contar con un sistema de bienestar social. ¿De qué? Pues eso.

Ocurre casualmente todo esto en una época en la que consumismo y solidaridad, más hipócrita que real, se mezclan como un todo indivisible (al menos es lo que vuelven a vendernos): compraremos perfumes y juguetes al tiempo que participaremos en campañas de recogida de alimentos, ropa o muñecos –activas, por cierto, todo el año–. No obstante, todos sabemos que nunca será a partes iguales. Sin embargo, ojalá cada gesto altruista sea sincero y no busquemos con él limpiar nuestras conciencias, ojalá volvamos a escuchar y a observar y en ese proceso de reconversión nos demos cuenta de que todo nombre, con hueco en los medios o no, rotulado o no, tiene tras de sí una historia y puede que no muy distante de la nuestra.

Pero, sobre todo, ojalá nuestro objetivo no sea salvarnos a nosotros mismos ni escapar de la realidad que se pone ante nuestros ojos cada día, esa que tardamos tan poco en olvidar, porque, si así fuese, ojalá no nos salvemos.

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