Al igual que un servidor, seguro que usted en alguna ocasión de la vida, ha topado con un manojo de llaves o con un monedero extraviado.
Por ello, el concepto “Oficina de objetos perdidos” evoca a un lugar o espacio de esperanza pragmática. Sin embargo, existe un departamento mucho más vasto e intangible: el depósito de nuestra memoria sentimental, que, dicho sea de paso, tiene un marcado carácter residual. Un limbo en el que flotan aquellos bienes que no perdimos por despiste, sino por un exceso de fe en el prójimo.
Llegados a este punto, sigo plenamente convencido de que usted, querido lector, también juega en mi equipo.
El valor material es lo de menos. Estos objetos cotizan al alza porque, en sí mismos, son tesoros intangibles: olores que retrotraen a la infancia, el tacto de una prenda, o aquel libro subrayado con aquella cita que considerábamos especial. Todos y cada uno de ellos, jamás fueron regalos, si no préstamos basados en la creencia de que un lazo afectivo valía más que un contrato escrito.
La vida, con su irónica didáctica, se encarga de recordarnos la lección. Con cada año que sumamos, esa colección de pérdidas por generosidad mal entendida, sigue presente; es más, se consolida con mucho más arraigo.
Cualquier momento especial, cumpleaños o reencuentro con el pasado, nos conecta con esa herida que, de alguna manera, no deja de supurar.
La madurez nos obliga a mirar la causa, no solo el efecto. El objeto perdido, por insignificante que sea, no es la tragedia. La tragedia es descubrir la laxitud moral del destinatario. La generosidad, tan necesaria en cualquier escenario temporal, encuentra aquí su catarsis más amarga: la ausencia de reciprocidad. Aprendemos, a golpe de olvido ajeno, que la confianza no es un cheque en blanco que se expide con ligereza. Las zancadillas nos instruyen en una realidad tan deleznable como grotesca: la existencia de personas que conciben el “ya te lo devolveré” como una donación encubierta y la amistad como un depósito personal donde se almacena el ajuar de bienes ajenos.
A la cabeza me vienen infinidad de objetos y cosas que, pese a que la certeza admonitoria recuerda que es un viaje sin retorno, en el memorial siempre fueron una prioridad. Esta experiencia colectiva nos exhorta a reevaluar el concepto de honestidad.
¿Cuántas veces hemos priorizado la comodidad social de no reclamar algo por minúsculo que fuese por vergüenza, o por el simple hecho de no importunar a quien, previamente, nos ha importunado?
La verdad es que la mayoría de nosotros hemos aceptado el sacrificio de un adiós silencioso a cambio de preservar, falsamente, una amistad.
Observamos una preocupante sincronía entre la facilidad con la que se pierden los objetos prestados y el modo en que se han extraviado los principios. La “desaparición” de aquella caja de herramientas que perteneció a tu padre, se conecta tristemente con el atropello hacia la palabra dada.
Y esto, nos conduce a una reflexión amarga: hemos normalizado que la integridad sea un valor de coleccionista. La decencia se desvanece entre los dedos. La ética es un bien escaso.
Por tanto, debemos exigir la devolución, no del libro o del disco de vinilo que deja a nuestra colección huérfana, sino del respeto. Porque perder la fe en los demás, y en nosotros mismos, es algo que no tiene reemplazo.
Gracias por la lectura y feliz lunes.



