Apagón en un bar de Málaga.
Apagón en un bar de Málaga. JORGE ZAPATA / EFE

Vuelve a ser actualidad. La amenaza de un nuevo apagón cobra fuerza, instaurándose con una calma aletargada.

Aunque pueda parecer el prólogo de un thriller apocalíptico, la ficción termina sucumbiendo ante la crudeza de la realidad. La vida se detuvo el pasado 28 de abril. Al que les habla, le cogió trabajando en Benalmádena, era una guardia de veinticuatro horas; una de tantas en las que la privación de sueño y el cansancio vienen para quedarse.

De aquel entonces, recuerdo el timorato intento de un ascensor, que ya dio amago de dejarnos sin servicio, mientras evacuábamos a un paciente de su propio domicilio.

Horas después, los compañeros del equipo de urgencias y emergencias comentábamos cómo habíamos estado a un tris de quedarnos enlatados entre las reducidas paredes de acero y cristal.

Lo que vino después fue un caos. A raíz de la caída del servicio eléctrico y telefónico, los usuarios enfermos y accidentados pedían auxilio a voz en grito por ventanas mientras la Policía Local hacía rondas en sus coches patrulla.

Ante un suceso tan impredecible e incontrolable, las preguntas son muchas, pero las conclusiones acuden de súbito: no somos nadie.

Meses después, esas mismas preguntas continúan sin respuestas que (al menos a mi parecer) contengan una explicación plausible y creíble. Muchos balones fuera y, como viene siendo habitual, cero dimisiones.

A falta de una causalidad cristalina, se ha aceptado una versión bastante confusa y opaca. En esa nebulosa incierta, germina la amenaza de un segundo colapso eléctrico.

Uno, que tiene la buena costumbre de desconfiar de todos los políticos y que, a estas alturas tiene el culo pelao, atisba una nueva estrategia. Una nueva oportunidad de utilizar la fatalidad como arma política. No saben hacer otra cosa. Son así de miserables y de predecibles.

Los gestores de red, como Red Eléctrica (REE) y los organismos europeos (Entso-e) señalan los puntos débiles. Meten el miedo en el cuerpo. El sistema es vulnerable, dicen.

La transición energética es un acto de fe sin red de seguridad, dependencia de renovables bastante intermitentes, almacenamiento insuficiente. Los mensajes invitan a temer lo peor.

Si el Gobierno no explica con claridad por qué fallo el sistema la primera vez, se reserva el derecho de dictar la narrativa en un segundo posible escenario. Esto se llama control absoluto. La causa será la que más convenga: que si un ciberataque, o un factor meteorológico inaudito, y si las circunstancias lo aconsejan, será que la abuela fuma. En fin…

Privar a la gente de luz es como si a uno lo dejaran desprovisto de todo. Desnudos con ropa. Es convertir al hombre moderno en un ser primitivo, vulnerable.

El poder que gestiona el suministro tiene el control sobre la vida y la muerte económica. Esto nos coloca en una posición de mendicidad absoluta. Somos títeres a merced de unos pocos.

Políticos, gigantes energéticos, élites reguladoras, manejan los hilos con crueldad sibilina. Usan el miedo como palanca. La amenaza latente del caos eléctrico justifica su existencia. Justifica sus regulaciones draconianas, justifica las inversiones multimillonarias y auspician las infames puertas giratorias. Ante la posibilidad de la oscuridad total, nadie cuestionará el precio de la luz. Se acepta todo. En magia, se llama misdirection (esto es, desviar la atención para colar el engaño).

Esta vulnerabilidad sistémica nos hace manejables. Si dependes de una red centralizada para comer, trabajar y comunicarte, eres un esclavo moderno. Tú (mi) capacidad de disidencia y de crítica se reduce al mínimo. No hay rebelión sin electricidad. No hay revolución sin comunicación. Solo hay supervivencia.

Si se vuelve a repetir, téngalo claro: no será más que un recordatorio de que el destino no está en sus manos. Está en el control remoto de voluntades muy distintas a la mía o a la suya. Y ellos, como seres perversos, encuentran en la oscuridad a su mejor aliada.

Gracias por la lectura, desconfíe, y feliz lunes.

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