Cuántos gemidos y lamentos. Cuántas risas y confesiones. Cuántos te quieros y vayvenes. Cuántos “¿ya?”.

No sé si alguna vez paseando por los campos de esta tierra mía, ha podido observar una estructura rectangular de metal, por todos conocida, que encierra en sí misma un halo de misterio a la vez que cerca la propiedad o 'usurpación' de un trozo de tierra: el somier. Sí, ese de metal que te arrebataba algún mechón cuando te escondías debajo de la cama.

Habrá podido observar cómo los antiguos somieres de hierro o aluminio, aquellos de rejilla con muelles, hacen las veces de vallado en muchos huertos y terrenos agrícolas de nuestra campiña. Los mismos que antaño guardaban secretos de alcoba, hoy permanecen impertérritos aireándolos al viento. Y es que no hay embestida estacional que altere su aguante y sólo una capa de óxido desvela sus canas. Ni los saltos hormonales de la primavera, ni el sudor estival; tampoco el cobijo de otoño, ni las heladas de enero. Cuántas intrigas esconden. Cuántas pasiones y amarguras traspasaron sus entrañas. Cuántos gemidos y lamentos. Cuántas risas y confesiones. Cuántos te quieros y vayvenes. Cuántos “¿ya?”.

Estética chabolista que espanta al turismo, según los expertos, que lo ven como un factor más de las debilidades que determinan el escaso desarrollo de la zona como atractivo turístico. Sin embargo, la doble funcionalidad de este mueble es muy común por otros lares agrarios, al norte de la península, donde también ha encontrado sus detractores. Así, por ejemplo, el PGOU de San Martín del Rey Aurelio, en Asturias, intentó hace unos años eliminarlos, al considerar que se dañaba la estética y con la intención de “dignificar el aspecto” de las parcelas próximas a zonas urbanas, llegando a denominar a los huertos que cercaban como 'favelas' agrarias. Y hasta un blog satírico, GaliciadepRisa, publicaba con sorna que una conocida multinacional sueca del mueble iba a comerciar un nuevo producto, la "Sängbotten-Vätlla": un somier para cierres y vallados de Galicia.

Quizá esta negativa proceda de la ignorancia de los orígenes, de las pajas mentales de las estampas bucólicas, de reconocer que lo que hoy llamamos reciclaje tiempo atrás -o no hace tanto- simplemente lo llamaban supervivencia. Tanto como el ajo campero que hoy degustamos en los mostos por tradición, pero que tiempo atrás era lo único que uno se podía echar a la boca. Y de este bagaje no puede venir un cierre con buenas alambradas, mampostería o estacas de madera, a menos que el propietario tenga muchos apellidos compuestos detrás de su nombre.

Puede que su aceptación venga cuando un hispanista inglés escriba sobre los somieres, de la historias que aflojaron sus muelles y la de quienes sembraron los cultivos que cercaron. O, tal vez, con la llegada de una firma de decoración que lo pinte color pastel y le añada un jardín vertical de cactus, por un ojo de la cara. Mientras tanto, he aquí mi oda al somier oxidado.

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