Objetos perdidos

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Estudió filosofía, estética e indología en las universidades de Sevilla, París y Leiden. Autor de 'Malas hierbas: historia del rock experimental' (2014), 'La prisión evanescente' (2014), 'El dios sin nombre: símbolos y leyendas del Camino de Santiago' (2018), 'El Palmar de Troya: historia del cisma español' (2019), 'Mitología humana' (2019) y la novela 'Los ecos de la luz' (2020). oscar.carrera@hotmail.es

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Descubrir La Verdad no es una gran hazaña. Si miramos a nuestro alrededor, nos percatamos de que todos parecen tener ya la suya. El comunista tiene su verdad, el católico tiene su verdad, y así el tuitero, el académico, el comentarista deportivo… Lo que sí parece verdaderamente raro, un acontecimiento digno de ser recordado, es redescubrir La Verdad. Ser capaz de sustituirla por otra, o combinarlas ambas, si la anterior hace aguas. La primera vez que exploramos el mundo lo hacemos por defecto, pero redescubrirlo nos cuesta una vida.

No digo que sea imposible cambiar bruscamente de opinión. Pero las conversiones súbitas (y aquí, como en tantas otras cosas, no hay gran diferencia entre política y religión) tienden a compensar la duda y el escepticismo que las generó con una fogosidad todavía mayor. Difícilmente habrá una tercera vez. O si la hay, porque nuestra experiencia nos ha enseñado a identificar los signos del error y la contradicción, o porque el negro poso del escepticismo, mal que nos pese, reside en nuestro carácter, la tercera será la última. ¡No! La cuarta. Espera, la sexta…

Procesos de esta índole suelen ser vividos con suma angustia y perturbación. Ciframos nuestra identidad en una premisa, un sistema, un dato que hemos heredado de nuestros mayores, que hemos probado con registros arqueológicos o que simplemente oímos por ahí. Cuando lo defendemos a capa y espada en la palestra pública nuestro celo alcanza las proporciones de la autodefensa.  Cuando nos resistimos a deshacernos de dicha creencia pese a la cantidad de pruebas en su contra, nos estamos resistiendo a tirar por la borda todos estos años. En lugar de resolvernos a dejar de dedicarle tiempo a algo que -sospechamos- ha dejado de tener sentido, nos ciega la perspectiva vertiginosa del tiempo que hemos perdido y optamos por seguir haciéndolo, repitiéndonos que todo va bien.

Puede que el proselitismo (ideológico como religioso) sea la mayor expresión de la crisis de fe, pues quien lo practica dedica su vida entera a reemplazar las pruebas en contra por un feedback positivo. El proselitismo genera un campo de certidumbre, una burbuja de fe, en torno al misionero. Este pasa de lidiar con contraargumentos y pensamientos sombríos a rodearse de un cinturón siempre creciente de gente que le confirma que está en lo cierto. La fe que implanta en los otros refuerza la suya, aunque el efecto sólo es temporal. Pasado un tiempo revive el fantasma de la perplejidad y él tiene que volver a la carga, ampliando el grupo de conversos o, cuando ya ni esto le satisface porque se ha vuelto demasiado natural y ordinario, realzando su propio estatus como líder. A la larga, si el individuo posee las cualidades propicias, habrá nacido un mesías.

Conozco muy pocos pensadores que hayan sugerido que sus sin duda maravillosas doctrinas podían ser descartadas si se demostraban incorrectas o inadecuadas en un momento dado. Y menos aún que no lo dijeran de boquilla. Es significativo que incluso Einstein, icono universal de la inteligencia humana, se resistiera hasta el final de su vida a admitir la posibilidad de la teoría cuántica, que iba siendo aceptada progresivamente por sus colegas hasta convertirse en el próximo paradigma de la física. Parece que la facilidad para cambiar de opinión no pertenece al terreno de la inteligencia pura, sino al de la educación sentimental. Continuamente nos apropiamos de objetos externos como si fuesen cualidades propias con las que identificarnos. Esta costumbre atañe tanto a cosas materiales como inmateriales, así como a todo lo intermedio: mi moto, mi poema, mi amado, mis ideas… De ahí lo dramático de su pérdida. Un suicidio provocado por la desaparición de un amor o unos ideales se nos antoja exagerado, pero tenemos que comprender que, en ese momento, el paraíso clausurado no era una parte importante de la vida del suicida: era su vida entera. Su cuerpo, que permanecía en tierra, se convirtió en un residuo. Puede parecer una gran locura visto desde fuera. Y sin embargo,  cualquiera que haya alzado la voz por cuestiones semejantes ha participado de ella.

Podemos verlo, en términos biológicos, como una forma de territorialidad. Un perro marca los árboles por la calle como suyos y se batirá contra cualquier semejante que se adentre en “sus” dominios, con la misma fiereza con la que defendería su vida. A un pájaro o a una hormiga, por lo contrario, les permitirá pasar, indiferente. ¿Tiene sentido ese comportamiento cuando hay recursos para todos o cuando el verdadero hogar del perro es una caseta de un jardín? Incluso si las causas ambientales favorecen la competición, actuar de dicho modo no es menos delirante. Nosotros, humanos, ampliamos el conjunto de posibles objetos de demarcación territorial. No sólo vivimos en una ciudad, una familia o un gremio. Las ideas, las doctrinas, las utopías también son nuestro hábitat. Así como nuestras anécdotas, nuestros éxitos, nuestras mentiras…

Imagínese que un día abre en su ciudad una oficina de objetos perdidos donde uno pudiera ir a recuperar su hombría, su pareja o sus sueños. Que nos pudiera devolver viejas creencias, ese sano hábito, aquel imperio colonial que se nos cayó del bolsillo. Apuesto que hasta los que tanto critican el paternalismo de la cosa pública, su injerencia en las vidas de los ciudadanos, acudirían discretamente a hacer cola para recuperar las cifras de productividad que se olvidaron en el último debate.

No debería sorprender a nadie, pues todas las lealtades son, en el sentido señalado, hacia uno mismo.

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