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Nunca nos vamos del todo. Dejamos un poso en los demás que condiciona, en cierto modo, la percepción de las cosas y la manera de vivirlas.

Anoche me enteré de la muerte de un ex compañero de una FP de Imagen que hice hace unos cuantos años. No había hablado con él desde que dejé el curso, pero éramos amigos en Facebook. Siempre me pareció alguien lleno de ganas de sonreír, sin pudor a la hora de hablar o de llevar sombrero. Lo del sombrero siempre me pareció admirable, porque para mi ha simbolizado, de algún modo, la libertad de vestir como quieras. 

La cuestión es que su muerte, al igual que la de Pablo Ráez, de la que nos enteramos todos hace unos días, me hicieron pensar, una vez más, en lo efímera y en lo desaprovechada que es la vida. Al menos, para la gran mayoría. Pensamos que todo se reduce a tener un trabajo, una familia y ya. Y nos vamos olvidando de sonreír, de reír, de aplaudir, de correr, de saltar. Nos vamos distanciando de la felicidad real que proporciona la vida a una felicidad etérea, sin naturalidad. Estos dos personas ejemplares que, por desgracia, ya no están aquí para seguir demostrando al mundo que la felicidad se encuentra en las pequeñas cosas y en la lucha diaria por conseguirla, de algún modo permanecen en la memoria, en los recuerdos. Es muy tópico, lo sé. Pero es la verdad más universal. Nunca nos vamos del todo. Dejamos un poso en los demás que condiciona, en cierto modo, la percepción de las cosas y la manera de vivirlas.

Este artículo no es sólo un homenaje a dos jóvenes que no podrán seguir tropezando y levantándose. Es también un llamamiento a la cordura, a la recapacitación de la que estamos dotados para darnos cuenta de que debemos vivir. Pero vivir de verdad. De mirar al frente y ver caras amables. De escuchar más a menudo las risas y no las prisas. De esperar cuando hay que esperar, a sabiendas que lo que viene será maravilloso. De abrazar a quien quieras. De besar a quien ames. Seamos primarios del corazón.

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