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Tantos son los volcanes que me rodean como hambrientos alrededor de un plato.

No todos los días dormimos con un volcán detrás de la oreja. Pareciera cómico, porque muchos de ustedes están acostumbrados a sentirlo como algo lejano e indiferente. Ustedes que todavía están sufriendo los azotes del invierno: en Jerez de la Frontera, en la Sierra de Grazalema, en las paredes blancas de Antequera o en la dulce sonrisa de tu historia. Muchas pues son nuestras conjeturas y conventos. Como esta noche en la que escribo, mientras escucho un programa de televisión que versa sobre viejas reliquias en manos de espaderos toledanos.

Aquí arriba tengo un volcán, sin ir más lejos. Encima del hombro. Como un pájaro recién posado. Dormido sobre sus crestas. Pendiente de lo que pienso. De dimensiones respetables y a cuya mediana altura llega un teleférico con encanto pero mal planificado. Lo de encanto debido a su indudable naturaleza de águila, pues nos permite volar sin mayor necesidad que unos cables suspendidos en el sueño. Mal planificado porque allá en uno u otro extremo, lo que inicialmente iba a ser un generoso negocio no es más que un erial de establecimientos cerrados, como casi todo lo que cae en manos de los de turno.

Es volcán de lo más extraordinario y contradictorio, pues por el lado donde vivo lo considero urbano, ya que los barrios van escalando las alturas de su base y después su inmensidad se puebla de débiles manchas de eucaliptos, matorral y flora de nombre que me sabe extraño por mi carácter de extranjero. Mientras que, por el otro lado, asombraría a cualquiera saber que sus dentadura come bosques nublados, colibríes, orquídeas y todo un paisaje donde todo se confunde en belleza paritaria. Así le debieron poner el nombre de Pichincha. Un conjunto desgastado de crestas y nigromantes, desde las cuales podrías hallar encontrar otros aires y otros ecos, además de los que ya tienes tú agazapada en tu pensamiento nocturno. Así son los cerros del Pichincha, los cuales todavía siento desde el perfil de mi ventana, aunque ahora deba subir a la azotea para gozar de su vieja y ancestral fragua.

Pero no crean que es el único volcán que tengo en Quito. Si ustedes supieran. Tengo más. No alcanzaría a describirlos, siquiera en atención a sus orígenes y el placer de referirme a sus leyendas, mitos e inocentadas. Pondrían los ojos como platos. Les robaría el tiempo para testimonios menos aburridos. A algunos les sacaría de la mesa o de la barra donde toman el café, o les arrojaría a la historia antes que al sol, tantos son los volcanes que me rodean como hambrientos alrededor de un plato.

Podría contarles acerca del Ilaló, un cerro más bien modesto en el valle de los Chillos, o alcanzarles la historia del Pasochoa, que encierra no sé cuántos senderos y rutas de gran riqueza biológica, muy cerca de la ciudad. O quizás trasladarme a Machachi, que tiene un nombre curioso y no sé si calificarlo como barrio, pueblo, ciudad o extrarradio de Quito, país.

Sólo deben saber que el tal Machachi está de salida al sur de la capital, para quien siente la necesidad de comerse el campo a bocanadas, y no es un viejito que me vaya a invitar a tomar un trago para combatir el frío que durante estas mañanas nos asalta. Frío de páramo. Frío discreto pero penetrante en huesos, sueños y manos.

En todo caso, esta última localidad está situada a pie del volcán que esta noche convoca mis tenebrosas ganas de sacar adelante este breve artículo. Se trata del volcán Cotopaxi. Un nombre de por sí guerrero. Una bestia de forma perfectamente cónica, y que alcanza casi los 6.000 metros de altitud, sin necesidad de ser exacto para dejarle una aureola de respetable belleza. Rodeado de unos parajes bellísimos y que, en sí mismo, es uno de los iconos que mejor representan la belleza del país, pero también el paradigma de la propia naturaleza.

No se trata de un volcán apagado y tranquilamente aposentado en sus glaciares, como durmiendo después de una pesada borrachera, pues el Cotopaxi acostumbra a despertar bruscamente cada cien años. Puntual como una campana, no hace muchos veces nos dejó un cauto aviso, aunque parece que nos olvidamos circunstancialmente de ello y tras el respectivo monitoreo y evaluación, hemos vuelto a disfrutar de él quienes amamos los páramos andinos y la sugestiva atracción que ejerce el entorno.

Fue este mismo domingo. De madrugada. En una época que por estas latitudes conocemos como invierno. Después de una semana de bajas temperaturas en la ciudad y de la presencia constante de la lluvia, de forma que la abundante nubosidad no me dejaban la perspectiva de contemplarlo en todo su esplendor. Pero vencimos la pereza y nos fuimos para allá con una buena provisión de viandas extrañas en los Andes. Me refiero a chorizo de Almería y turrón de Alicante, más propios de la nostalgia del emigrante. Todo ello acompañado de pan de agua, dulce de higos, queso de Cayambe y un buen avituallamiento de bebida azucarada, por el tema de la altura.

De esa forma emulamos el espíritu de tantos y anónimos viajeros, investigadores, excursionistas, circunstantes y pobladores que han tenido el mismo volcán delante de sus narices, mirándolo de frente, de forma respetuosa, pues el Cotopaxi siempre ha estado presente a lo largo de sus vidas, como un ente dotado de extraña pero poderosa conciencia. No en vano está rodeado de innumerables mitos y leyendas, como las que rodean a los vecinos Chimborazo y Tungurahua.

Tan sólo podría referirme a algunas anécdotas, como las palabras con las que el sabio alemán Alphons Stübell se refería al propio Cotopaxi cerca de mediados del siglo XIX, visto desde su lado más occidental,  y acompañado a las pinturas de Rafael Troya:

“La carretera que lleva de Quito a Guayaquil, a través de Latacunga y Ambato, cruza por la falda del lado occidental del Cotopaxi. El que pasa por aquí puede gozar de la visión del Cotopaxi, como la que ofrece la presente pintura, en caso de que lo permitan las nubes que las más de las veces rodean el monte. Para poder echar un vistazo a los demás lados del monte, desde una distancia igual a la que hay desde este lado occidental, el viajero debe hacer un rodeo fatigoso de más de un día, pues, quitando algunos hatos, es decir chozas de pastores, la región que rodea las faldas del Cotopaxi está enteramente deshabitada”.

Nosotros llegamos a las nueve de la mañana a aquellos parajes. Nada que ver con ese abandono descrito por Alphons Stübell. Las nubes cubrían el volcán a media altura, aunque el perímetro nevado alcanzaba a descender suavemente hasta cotas inferiores. Una visión enigmática y de insólita perspectiva que, para todos aquellos que tuvieran la gratitud de dormir en las zonas de libre acampada, se trasladó a un amanecer de igual envergadura. El área de parqueadero está situada en las propias laderas del volcán. Poco más les contaré. Cayó de nuevo la niebla. Ascendimos hasta el refugio, más allá del cuál no está permitido el ascenso por motivos de seguridad y actual estado activo del cráter.

Únicamente les dejo un fragmento más. Amílcar Tapia Tamayo, muy respetado autor en todo cuanto acontece a la historia ecuatoriana, escribió un reportaje para el diario El Comercio, en el cual se refiere a la erupción que tuvo el volcán Cotopaxi en 1877, la última hasta el presente:

“El 21 de junio, día de San Luis Gonzaga, vino Matías Churumbi, mi huasicama, a contarme que no pudo dormir por cuanto la tierra temblaba como cuando en un perol se cocinan habas, razón por la que no deseaba ir más a pastar las ovejas en el sitio Guanopungo, que es donde tengo mi propiedad. Le dije que se calmara y que vaya nomás, que no pasa nada…” (Informe del cura Sebastián Fiallos, propio del pueblo de Mulaló. Archivo de la Curia Diocesana de Quito, El Terremoto de 1877, h. 25). Estos y otros antecedentes fueron registrados en un informe que el Vicario General de Latacunga hizo al arzobispo de Quito, José Ignacio Checa y Barba, sobre el suceso que alarmó a la región circundante al Cotopaxi, particularmente Latacunga, Machachi, pueblos aledaños y el valle de los Chillos, en las cercanías de Quito”.

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