No hay vida digna sin derecho a la belleza

Tengo techo y una biblioteca llena de libros. La miro a mis 39 años y siento que me he vengado de quienes condenaron a mi madre a sobrevivir por no saber leer y escribir

Raúl Solís

Periodista, europeísta, andalucista, de Mérida, con clase y el hijo de La Lola. Independiente, que no imparcial.

No hay vida digna sin derecho a la belleza.
No hay vida digna sin derecho a la belleza.

Esta noche duermo por primera vez en mi casa, un piso en la periferia de Sevilla que tiene todo lo que necesito para vivir y que he adquirido con una hipoteca a 30 años que pagaré a razón de 230 euros al mes. No sé si podré dormir porque no paro de pensar emocionado todo lo que me ha costado llegar hasta aquí. Los días que he ido al cajero y no salía nada porque lo mínimo que expendía la máquina eran 20 euros. Los días en los que me convencía que nunca podría ir a la universidad. Los días en los que me fui a casa llorando de trabajos de mierda donde aprendí que no hay libertad cuando se tiene necesidad. Los días en los que me choqué con la mentira del esfuerzo y la meritocracia.

Miro las paredes de mi piso reformado y me quedo ensimismado en una biblioteca preciosa que le encargué a un herrero. La miro y en ella está todo a lo que aspiraba de pequeño. De chico, cuando me preguntaban qué quería ser de mayor, no sabía qué decir porque ir a la universidad era imposible en una familia donde lo que se premiaba era trabajar porque había que sobrevivir. Yo estoy convencido que mi madre hubiese sido más feliz si con 18 años le hubiese dicho que me iba a trabajar con los albañiles o de jornalero. Tampoco había libros por la misma causa, porque leer era un acto permitido sólo para quienes vivían y en la lotería de la vida a mi familia le tocó sobrevivir.

Porque en mi familia no había libros, siempre supe que para defender a mi madre, que no sabía lee ni escribir, yo tenía que leer todo lo que a ella le negaron cuando con ocho años la sacaron de la escuela para ponerla a servir. Recuerdo como si fuera ayer, y me hiere  con la misma intensidad, las risas que se echaban en el ayuntamiento o en el médico cuando mi madre hablaba con su hablar de mujer sencilla. Hasta que no fui muy mayor no supe que se decía haya y no haiga, hubiese y no fuera, tijeras y no estijeras, chándal no chángal, y problema y no poblema. Mi lengua materna enfermaría a los académicos cursis que nada saben de la ternura que desprende mi madre cuando habla.

Miro mi estantería con todos mis libros y está mi madre agachando la cabeza cuando un señorito de mi pueblo se acercaba a comprarle coles o manojos de acelgas. Miro mis libros y vuelvo a sentir la patada de mi madre, debajo del puesto donde vendía las verduras de la huerta familiar, cuando se acercaba algún señorito a comprarle: “Ni se te ocurra hablar de política”, me decía a lo bajini en cuanto los veía entrar por la puerta.

De chico sólo soñaba con tres cosas: ir a la universidad, escapar de mi pueblo y tener una biblioteca como la que tenía el padre de mi amigo Jordi, que cuando me invitaba a su casa a jugar no me quería ir. En la casa de Jordi, cuyo padre era médico, había todo lo que no había en la mía. En aquella casa había libros, música, juguetes, flores, ornamentación y paz. En la casa de mi amigo Jordi descubrí que lo que nos separaba a las familias humildes de las más pudientes era la belleza, que es la diferencia básica entre vivir y sobrevivir.

Por eso los reaccionarios, cuando quieren callar las voces de los de abajo si protestamos por una injusticia, nos mandan a trabajar, como si el destino de la gente humilde fuera únicamente trabajarles a los que ha sido siempre dueños de todo, como si la gente sencilla sólo sólo fuera váilda cuando está produciendo para enriquecer a otros. Por esa razón fue noticia el precio de la boda de Alberto Garzón y no lo ha sido del enlace del ultraderechista Ortega Smith. Por eso todo el mundo sabe obra y milagros de la hipoteca de Pablo Iglesias e Irene Montero y nadie sabrá nada del pisazo que la nieta veinteañera del rey Juan Carlos I, Victoria Federica, se ha alquilado con su novio a razón de 5.000 euros al mes el alquiler.

La diferencia básica entre los de abajo y los de arriba es el derecho a la belleza. Los ricos nacen con el derecho a la belleza naturalizado, incrustado en su ADN, mientras que la gente sencilla tenemos que defendernos de aspirar a vivir rodeado de belleza. En el fondo, cuando nos llaman "izquierda caviar" lo que nos están queriendo decir es que el caviar no es para la gente humilde o para quienes defienden sus intereses. Niegan el acceso al consumo a la gente sencilla como una forma de disciplinamiento social.

Miro mi estantería llena de libros y no me lo puedo creer. Tengo techo y una biblioteca llena de libros. La miro a mis 39 años y siento que me he vengado de quienes condenaron a mi madre a sobrevivir por no saber leer y escribir. Cuando la derecha y sus propagandistas nos acusan a los de abajo de que nos gustan las cosas caras, lo que nos quieren decir es que no tenemos derecho a la belleza. Asomo la cabeza por el balcón y enfrente de mi casa hay cientos de bloques donde sus habitantes se levantan cada día para sobrevivir porque tienen prohibido vivir. No hay vida digna sin derecho a la belleza. Lo sé bien porque vengo de sobrevivir.

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Comentarios (1)

Maristela Amparo Hace 1 año
Hola, me preguntaba si alguien me podría decir cuál es la tesis de este texto. Gracias.
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