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Que tengamos quince o veinte días decretados de felicidad universal no deja de ser un suplicio para a algunas personas. O para muchas, no lo sé.

Que tengamos quince o veinte días decretados de felicidad universal no deja de ser un suplicio para a algunas personas. O para muchas, no lo sé.

Al toque de corneta del primer villancico se desencadenan como un diluvio inmisericorde, comidas fraternas, celebraciones de empresa, mensajes de paz, mensajes de buenos deseos, mensajes de amistad eterna, mensajes de solidaridad universal, mensajes que avisan del consumismo o del comunismo, qué más da; regalos de Papá Noel, luces y villancicos, regalos de fin de año, regalos de Reyes, wasaps, video clips, enlaces, links de youtubers, de influencers…. Ufff. Lo mejor de este tiempo de empalago y desmesura es que tiene los días contados; quiero decir que es un periodo concreto en el calendario. El 7 de enero de cada año todo el mundo regresa a sus quehaceres cotidianos, a sus colas del Inem, a sus protestas con sordina, a sus verduras, a sus paseos por la avenida del Colesterol, a las recuperaciones de las notas del primer trimestre, a sus buenos propósitos siempre post puestos a mitad de camino, a sus facturas de la luz. Hay que ver.

Algunos dicen que toda aquella fanfarria los deja exhaustos. De ellos, en especial, los que viven una vida fuera de la vida. Hartos de hacer como que hacen una vida alegre, sin recompensa verdadera, sin horizonte, monocorde, prevista, triste… y teniendo que superar más de veinte días de selfies amorosos de obligado cumplimiento en el Facebook. Un suplicio. De mala leche todo el día.

En general y como buenos catetos, hemos hecho de la cantidad la excelencia. De lo que sea, mucho. Que sobre… por Dios. No vaya a faltar, qué apuro.

Me acuerdo siempre cuando llegan estos empachos y atracones de El Pajarito, un mecánico de Chipiona, del que un conocido me refería una anécdota que juraba verídica. Resulta que Paco el Pajarito sacaba a su mujer y a sus hijos a comer en el restaurante El Gato, una vez cada año, por la Virgen de Regla. Los sentaba a todos alrededor de una mesa triple en la que no faltaba ni gloria bendita. Cuando ya no podían más, El Pajarito les preguntaba:

- ¿Queréis más jamón, langostinos, filetes?

Los niños, que eran muy prudentes y muy educaditos, asentían con la cabeza, pero guardando decoro. Apenas un tímido gesto de asentimiento.

- Camarero, por favor, traiga usted langostinos, jamón del bueno y dos docenas de filetes de lomo. Y Fanta. De naranja.

Al rato, los niños ya no podían tragar más. Paco El Pajarito insistía.

- ¿Queréis chocos fritos? ¿Puntillitas?

Imposible. Estaban todos al borde de la cogestión. Entonces, llegados a este punto, Paco el Pajarito se levantaba y exclamaba solemne como un emperador romano:

- ¡Ea, hasta la Virgen de Regla del año que viene!

Mucho de todo. Paco El Pajarito había entendido el sentido más hereje y pordiosero del carpe diem, de la fiesta, agotar hasta el último suspiro la excepción en este valle de lágrimas. El problema es que la excepción ha acabado sustituyendo a la norma: el calendario festivo es agotador y si hay que adelantar la cabalgata de los Reyes Magos porque amenaza lluvia, pues se adelanta. Que no falte ni gloria bendita. Paco El Pajarito, al menos, tenía la prudencia y la sensatez de celebrar la fiesta una vez al año. Pero pedir sensatez en nuestro tiempo y a nuestros gobernantes es pedir peras al olmo. Inútil.

Si además todo esto hay que revestirlo con un cierto postureo sentimental, apaga y vámonos. Apenas un mes para carnavales… y ya suena el pitito. Jartura.

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